El primer paso en el camino de la
fe es la conversión. La conversión puede ocurrir de dos maneras: en un momento
puntual, y también en-cada-instante-de-nuestra-vida. Esta última es la que más
me apasiona, porque no me deja vivir aletargada, y me llama continuamente a despertarme
y vivir para la otra realidad que no ven mis ojos humanos.
Con este don que se me concede, yo
convierto mis ojos en faros que taladran la oscuridad, mi corazón en hogar para
peregrinos, mis manos en portadoras de sanación, mi boca en comunicadora de
esperanza. Con esa capacidad de convertir, que se me da a mí y a todos, yo
multiplico, mis pocos panes y mis peces, y sin yo misma saber cómo, doy
alimento a cuantos se acercan.
Soy espectadora de primera fila de
esos milagros, y puedo asegurar, un poco presumidilla soy, que no se me escapa
ninguno. Los veo en cuanto suceden, y todo gracias a la
conversión-del-instante. Por eso, tengo tanto que agradecer.
Todo lo vivo como regalo, y cuando
las cosas no salen bien, me agarro a la confianza como mi única tabla de
salvación. Y funciona. Es mi manera de recuperar la paz una y otra vez.
Tal como lo he dicho parece que ese
don, el de la conversión, surge de la propia voluntad, pero no es así, es una
gracia que se nos concede o no, al igual que la fe. Yo no digo: ahora me
convierto, sino que Dios me llama, me arrastra, a esa conversión.
No somos superheroínas, ni
superhéroes, pero tenemos el Amor divino al completo, a toda hora, a nuestra
disposición, por eso podemos convertir siempre lo más insignificante en
extraordinario, y nuestro propio barro en materia privilegiada, lo que nos
llena el corazón de gozo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario