Cuando
cada ser humano sobre la tierra dice: “¡Dios mío!”, algo diferente está
diciendo, no hay dos invocaciones iguales, porque cada una está mezclada con el
barro y con la sangre de cada uno de nosotros. Nuestra historia particular
tiene mucho que decir y nos marca, hasta en las creencias, hasta en los
contenidos y las imágenes de nuestra oración.
Nos
creemos que en el presente siglo, en el que ya está inventado casi todo, en el
que hemos dominado el mundo con la tecnología, también en el terreno de la
meditación íntima estamos como nunca anteriormente. Pero no es así, en ese
aspecto estamos como los primeros pobladores de la tierra: empezando en cada
amanecer. No hay conquistas seguras y definitivas, sí hay lamentos o alegrías
íntimas, y gemidos sin palabras y anhelos infinitos.
El
desgarro ante la muerte, el miedo a las enfermedades, el dolor de la
separación, la inseguridad del mañana, las penurias del presente. Estamos
pasando por las mismas emociones que nuestros remotos antepasados, con la
diferencia de que nosotros viajamos en avión, y ellos empezaban a inventar la
rueda. Pero, por dentro, lo mismo.
Cada
uno cuando invoca a su Dios, pone su historia en su plegaria, aunque no sea
consciente de ello.
El
contexto y las imágenes asociadas al ser divino son aprendidas y son diferentes
en cada uno, no así nuestro impulso a caminar y a dirigirnos a alguien, eso nos
iguala con los prehistóricos.
“Lo
que no puede expresarse en palabras y sin embargo es por lo que las palabras se
expresan, sabe que eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede pensar, lo que no se puede ver ni oír y sin embargo es por
lo que el pensamiento piensa, los ojos ven y los oídos oyen. Lo que no se puede
respirar con el aliento de vida y sin embargo es por lo que ese aliento
respira, sabe que eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran”. (Kena).
“Si
lo comprendes, no es”, algo así decía S. Agustín.
La
profundidad del corazón humano es infinita, como inagotable es el agua de la
fuente que nos alimenta. Nuestro viaje es una conquista de momentos plenos, de
aprendizajes necesarios para facilitarnos un encuentro.
Es
un lujo participar en esta historia sagrada universal. Es una gozada que seamos
una ventana abierta por la que nos asomamos al infinito amoroso y a través de
la cual captamos señales e indicadores necesarios para caminar hacia él.
Captar
las señales que se depositan en nuestro interior, que vienen mezcladas con
nuestra historia particular, y con lo que sintamos, ir hacia delante. Dar
pequeños pasos y confiar.
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