domingo, 20 de octubre de 2013

Yo soy el Hijo


“Todo lo que el Padre hace, lo hace igualmente el Hijo”. (Jn 5, 19).

Yo soy el Hijo. Yo soy el Cristo. Pertenezco a la categoría de todo lo que ha sido creado, y en mí se manifiesta quien Jesús llama “el Padre”. Esa presencia es mi motor, mi origen y mi única meta.

Como Hijo, me siento en conexión con la creación, estoy hermanada con el universo entero y, especialmente, con todos los seres humanos.

Yo hago la faena que mi Padre ha dejado en mis manos, mejor dicho, él actúa a través de mí, ha acondicionado mi corazón para que sea su propia casa, se ha incorporado a todas mis actividades, me ha dado el impulso de ayudar, de abrazar, de construir mi tierra.

Yo soy el Hijo amado en el que el Padre ha sembrado sus semillas, y tengo que cuidarlas y darles el hábitat necesario para que crezcan y sueñen. El tiempo que se me ha concedido lo empleo en cuidar esas semillas de vida, para que no se queden atrapadas y ahogadas entre montañas de indiferencia, entre escombros de preocupaciones.

Y como Hijo tomo las riendas de la casa de mi Padre, que es mi persona, para que él y yo seamos uno, una sola voluntad y un único corazón.

Cuando nos rebelamos contra esa voluntad es cuando empiezan los problemas. Porque queremos siempre estar bien, lo que es imposible. Porque no aceptamos plenamente los azares de la vida, solo aceptamos los buenos resultados de todo cuanto hacemos; rechazamos y nos hundimos con los fracasos. Nos obsesionamos con tener éxito, y este tampoco nos favorece demasiado. Entonces ¿qué?

Si pudiéramos decir: “te acepto como Señor de mi vida, en ti está mi buena y mi mala suerte. Todo está en tu mano. Y lo que me das es lo mejor para mí”. Si pudiéramos decir esto con convencimiento pleno, nuestra vida cambiaría. Pasaríamos a ser hombres y mujeres que viven plenamente confiados.

Y en esa conquista se mueve nuestra vida: la de la aceptación y confianza.

Siempre un hijo pequeño confía entre los brazos de su padre o de su madre. Ese es el mejor modelo para nosotros. Nunca nos faltará lo necesario: la ternura, el mimo, el abrazo paterno/materno, la mirada de ánimo, la ayuda en todo.

Cuando nos sentimos hijos amados, comenzamos a saborear lo extraordinario de nuestra existencia.

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