“Todo
lo que el Padre hace, lo hace igualmente el Hijo”. (Jn 5, 19).
Yo soy el Hijo. Yo soy el Cristo.
Pertenezco a la categoría de todo lo que ha sido creado, y en mí se manifiesta
quien Jesús llama “el Padre”. Esa presencia es mi motor, mi origen y mi única
meta.
Como Hijo, me siento en conexión con la
creación, estoy hermanada con el universo entero y, especialmente, con todos
los seres humanos.
Yo hago la faena que mi Padre ha dejado
en mis manos, mejor dicho, él actúa a través de mí, ha acondicionado mi corazón
para que sea su propia casa, se ha incorporado a todas mis actividades, me ha
dado el impulso de ayudar, de abrazar, de construir mi tierra.
Yo soy el Hijo amado en el que el Padre
ha sembrado sus semillas, y tengo que cuidarlas y darles el hábitat necesario para
que crezcan y sueñen. El tiempo que se me ha concedido lo empleo en cuidar esas
semillas de vida, para que no se queden atrapadas y ahogadas entre montañas de
indiferencia, entre escombros de preocupaciones.
Y como Hijo tomo las riendas de la casa
de mi Padre, que es mi persona, para que él y yo seamos uno, una sola voluntad
y un único corazón.
Cuando nos rebelamos contra esa voluntad
es cuando empiezan los problemas. Porque queremos siempre estar bien, lo que es
imposible. Porque no aceptamos plenamente los azares de la vida, solo aceptamos
los buenos resultados de todo cuanto hacemos; rechazamos y nos hundimos con los
fracasos. Nos obsesionamos con tener éxito, y este tampoco nos favorece
demasiado. Entonces ¿qué?
Si pudiéramos decir: “te acepto como
Señor de mi vida, en ti está mi buena y mi mala suerte. Todo está en tu mano. Y
lo que me das es lo mejor para mí”. Si pudiéramos decir esto con convencimiento
pleno, nuestra vida cambiaría. Pasaríamos a ser hombres y mujeres que viven
plenamente confiados.
Y en esa conquista se mueve nuestra vida:
la de la aceptación y confianza.
Siempre un hijo pequeño confía entre los
brazos de su padre o de su madre. Ese es el mejor modelo para nosotros. Nunca
nos faltará lo necesario: la ternura, el mimo, el abrazo paterno/materno, la
mirada de ánimo, la ayuda en todo.
Cuando nos sentimos hijos amados,
comenzamos a saborear lo extraordinario de nuestra existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario