miércoles, 30 de octubre de 2013

Mi única batalla


Mi única batalla es la del amor. Levantarme por las mañanas para sembrar paz, para perdonar y pedir perdón hasta el infinito, para decir sí a lo que la vida ha preparado para mí, y consolar al que se desespera, tender la mano al que lo necesita, y reflejar la bondad que llega a mí con el aire que respiro.

Para ello, conscientemente me despojo de autosuficiencias y recelos, de envidias y halagos engañosos. Me desnudo de ansias y prisas, de paraísos falsos y dioses a mi medida. Me desvisto de la ignorancia acumulada y hago caso a mi corazón enamorado y nuevo.

Y pongo mis talentos al servicio de la vida. Esto quiere decir al servicio del que tengo al lado, porque la vida no se da en abstracto, se concreta en personas, voluntades, caras, casualidades y encuentros pasajeros.

Seguramente se llega a la plenitud de la vida cuando se asienta en el corazón el servicio como meta y como camino. Y cuando se experimenta alegría al practicarlo. Nunca como obligación. Porque es un privilegio, un honor.

Si vivimos en plenitud ya nos ha tocado la lotería. Si no es así, también nos ha tocado la lotería pero no nos hemos enterado.

Los sufrimientos que nos rodean quieren hacernos creer que esto es un valle de lágrimas. Pero en mí resuenan las palabras: “He venido para que tengáis alegría y que vuestra alegría sea completa”. Yo me creo este mensaje. Y siempre intento poner en un lugar secundario aquello que me quiere impedir mi alegría interior.

Existen problemas reales, lo sé, pero no me tienen que quitar la dicha de vivir.

También es verdad que la mayoría del sufrimiento de la gente es innecesario, es decir, que sufrimos porque queremos, porque nos imaginamos cosas que podrían pasar y eso nos amarga el momento. Ese momento que es único, irrepetible, infinito, gozoso.

Decir Espíritu Santo no me dice tanto como decir mi Espíritu amigo, que es lo mismo. Me inspira ternura porque lo veo siempre ocupado en mi persona, no me deja vivir dormida, quiere que despierte y entre en el cielo, que es ese lugar que llevo en lo hondo, donde están mis muertos queridos, y donde habita mi anhelo, que es un invento de mi buen Espíritu para que yo me sienta en conexión con él y participe de la sinfonía del universo, de su bondad arrolladora y de su belleza increíble.

¿Y qué es lo único que se me pide para formar parte, conscientemente, de este divino plan?

Mantener mi corazón limpio, es decir, alejado de todo lo que impide el amor. Esa es mi batalla.

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