“La Palabra, oída y meditada, es voz del Espíritu que llama a la puerta de tu corazón para que esté siempre abierto al misterio de la Vida.” (Carlos Amigo Vallejo)
El Espíritu “nos persigue”, ha fijado su mirada amorosa en los que somos obra de sus manos, nos golpea el corazón a base de amistad y de sonrisas, de luz y palabras. Llama a nuestra puerta porque no nos quiere dormidos, quiere que sepamos que existimos en él, por él, para él. De infinitas maneras va a llegar a nuestras orillas, siempre en forma de algo visible para nosotros: puede ser un amigo, una emoción, una lectura, una mirada, unos atardeceres o un universo de ensueño.
Se puede transformar en música, en danza, en cosquilleo del alma, en lágrima, incluso en disgusto, si es que eso nos va a hacer abrir los ojos a lo único que nos interesa.
Y también se disfraza de casualidades en todo cuanto nos sucede: todas las circunstancias que nos rodean desde el nacimiento y todas las ayudas que hemos tenido para llegar a este punto donde nos encontramos.
Nos coge a todos, sin distinción, como apóstoles, porque no hay buenos ni malos, dentro de nosotros se desarrolla la vida, plenamente y en igualdad para todos, no hay más cantidad en unos que en otros.
Apóstol significa: “enviado de parte de”. Y eso somos todos, enviados de parte del Espíritu para aportar nuestra contribución mínima y necesaria a la historia del universo.
Son importantes las palabras con las que nos construimos. Como decía Facundo Cabral, su vida cambió cuando en una etapa difícil de su juventud, un mendigo de la calle le dijo: “Tú eres príncipe porque tu padre es el Rey del universo”. Dice él: “Y yo me lo creí”. Y ahí empezó para él una vida apasionante de fe.
Ese mendigo fue un apóstol del Espíritu, un enviado de parte de él para dar “un recadito” que iba a cambiar la vida de una persona.
Se me da el gran regalo de ver “los recaditos” que me envía mi divino Espíritu, y lo veo en todas las personas que me rodean o que se acercan a mí, aunque sea esporádicamente, y en todo lo que me pasa. Ayer vino a visitarme una amiga a la que hacía tiempo que no veía, charlamos un rato y antes de irse me dio un hondo abrazo. Ella, sin saberlo, fue una apóstol, que tenía la misión de darme un abrazo y decirme unas palabras de amistad de parte de mi Espíritu, que no se cansa de llegar a mí, día tras día.
Dejemos la puerta abierta a las sorpresas que nos trae nuestro buen Espíritu, hagámosle un hueco en el centro de nuestro corazón.
Que no nos pille distraídos, aguardemos su llegada en cada momento y saludémosle en todo.
El Espíritu “nos persigue”, ha fijado su mirada amorosa en los que somos obra de sus manos, nos golpea el corazón a base de amistad y de sonrisas, de luz y palabras. Llama a nuestra puerta porque no nos quiere dormidos, quiere que sepamos que existimos en él, por él, para él. De infinitas maneras va a llegar a nuestras orillas, siempre en forma de algo visible para nosotros: puede ser un amigo, una emoción, una lectura, una mirada, unos atardeceres o un universo de ensueño.
Se puede transformar en música, en danza, en cosquilleo del alma, en lágrima, incluso en disgusto, si es que eso nos va a hacer abrir los ojos a lo único que nos interesa.
Y también se disfraza de casualidades en todo cuanto nos sucede: todas las circunstancias que nos rodean desde el nacimiento y todas las ayudas que hemos tenido para llegar a este punto donde nos encontramos.
Nos coge a todos, sin distinción, como apóstoles, porque no hay buenos ni malos, dentro de nosotros se desarrolla la vida, plenamente y en igualdad para todos, no hay más cantidad en unos que en otros.
Apóstol significa: “enviado de parte de”. Y eso somos todos, enviados de parte del Espíritu para aportar nuestra contribución mínima y necesaria a la historia del universo.
Son importantes las palabras con las que nos construimos. Como decía Facundo Cabral, su vida cambió cuando en una etapa difícil de su juventud, un mendigo de la calle le dijo: “Tú eres príncipe porque tu padre es el Rey del universo”. Dice él: “Y yo me lo creí”. Y ahí empezó para él una vida apasionante de fe.
Ese mendigo fue un apóstol del Espíritu, un enviado de parte de él para dar “un recadito” que iba a cambiar la vida de una persona.
Se me da el gran regalo de ver “los recaditos” que me envía mi divino Espíritu, y lo veo en todas las personas que me rodean o que se acercan a mí, aunque sea esporádicamente, y en todo lo que me pasa. Ayer vino a visitarme una amiga a la que hacía tiempo que no veía, charlamos un rato y antes de irse me dio un hondo abrazo. Ella, sin saberlo, fue una apóstol, que tenía la misión de darme un abrazo y decirme unas palabras de amistad de parte de mi Espíritu, que no se cansa de llegar a mí, día tras día.
Dejemos la puerta abierta a las sorpresas que nos trae nuestro buen Espíritu, hagámosle un hueco en el centro de nuestro corazón.
Que no nos pille distraídos, aguardemos su llegada en cada momento y saludémosle en todo.
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