miércoles, 13 de junio de 2012

La sagrada ignorancia

“Nació ciego para que en él se demuestre el poder de Dios”  (Juan 9, 3)
Hemos nacido ignorantes, así debía ser, para que se muestre en nosotros el único poder que existe.
Esa fuerza básica que nos hace levantarnos por las mañanas, que nos da el impulso necesario para hacer todo lo que hacemos, y que nos hace ser nosotros mismos; ese aliento de vida que nos atraviesa, ese abrazo envolvente que nos sostiene, ese ser escondido que llama una y otra vez a nuestro terreno íntimo… todo confirma las palabras del evangelista.
A eso que llamamos “Ser” hay que quitarle, en primer lugar, los atributos de hembra o de macho, solo podemos decir que es tu vida, tu lugar y tu tiempo, y que es amor.
Lo tocas en tu hoy, en tus deseos y en todo lo que te pasa. Lo respiras en el aire, en el sol, en la naturaleza.
Lo tienes a mano en tu prójimo, y en tu hermano necesitado.
Lo disfrutas en la libertad interior, en la confianza y en la paz porque es el océano de aguas claras en el que habitas.
Somos ciegos pero tenemos desarrollado el tacto interior que nos permite tocar lo trascendente. Gracias a esa capacidad humana, pensamos todas estas cosas, las gozamos y podemos construir nuestra interioridad a base de avances y retrocesos, de luces y de sombras.
Tenemos una ventana interna, siempre abierta a la eternidad y desde ahí nos contemplamos y nos formamos. Gracias a esa ventana podemos ver lo que no es visible y alcanzar unas profundidades infinitas, inimaginables para unos seres insignificantes como nosotros.
El hombre y la mujer completos son aquellos que se sienten inmersos en la realidad del misterio y a los que les brota un manantial de agradecimiento en las entrañas. Nada somos sin ese impulso, sin ese sentido de la trascendencia, lo que la cita del evangelio llama “el poder de Dios”.
Vayamos donde vayamos, hacia la Plenitud nos dirigimos. Es importante saberlo y saborearlo.






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