miércoles, 4 de abril de 2012

Quitemos el nombre


En la sociedad en la que yo vivo el término “dios” está terriblemente desprestigiado, manoseado, mal interpretado, fuera de la verdad.
La mayoría de la gente está en contra de lo que representa “ese dios”.
Tengo que decir que yo también soy atea de ese dios, que es lejano y autoritario, castigador y duro. No creo en él.
Me dijo una amiga que otra amiga le había dicho que hablo demasiado de Dios.
Sí, es cierto. A veces le nombro directamente, otras muchas veces le cambio de nombre y le pongo los más diversos disfraces pero es a él/ella a quien me refiero.
Y no solo hablo de Dios sino que básicamente expreso Dios con todo lo que hago, porque es la fuerza, la energía, la bondad, la belleza, la buena intención que transporto con mi mismo caminar.
Si lo que molesta para entendernos es el nombre, pues quitémoslo. Los nombres son etiquetas engañosas y cerradas. Si algo es blanco, ya no es negro. Pero la vida se compone de matices y de gamas de colores, de cambios de opinión y de volver a empezar continuamente, de miedos y confianzas amontonados, unas veces queda por encima la confianza, otras no.
Destruyamos los nombres y desaprendamos todo lo que nos impide sentirnos bien. Si el término “dios” no me hace ser persona completa, me deshago de él, porque seguro que no es auténtico. Lo que es verdadero siempre me da paz.
Se me concede este instante que es mi vida y se me pone al alcance ser libre para amar. Solo eso tengo que mirar.
Llegar a la plenitud desde Dios, el zen, la solidaridad o la conciencia cívica, es igual. Lo que tenemos a mano, usamos. Si tengo fe, la uso. Si he nacido con un corazón luchador, lo uso.
Yo, por mi parte, solo tengo un mensaje, que lo repito de mil maneras y en el que caben todas las religiones, todos los dioses, todas las personas, todas las situaciones:
eres amado,
siéntelo

y comunícalo con tu vida.

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