En nosotros mismos

En el evangelio de Lucas se nos dice: “ora siempre”, es decir: vive siempre en
el amor y la trascendencia.
Nuestra vida es el testimonio de nuestro amor, no
hace falta rezar, ni cumplir ritos o ceremoniales.
No tengo que preocuparme por ver qué palabras digo y
qué frases son más acertadas de las que salen de mis labios.
“La oración es
continua cuando es continuo el amor. Se es oración.” (Nguyen van Thuan)
En mi propia vida tal como está sucediendo está mi
santuario y mi auténtica comunicación, ahí me mantengo permanentemente en
contacto. Porque orar es “estar en relación con”.
Se es llama encendida que se transporta en la piel, en
el gesto y en el mismo lugar donde nuestra mirada se encuentra con otra mirada.
Algo nos empuja a ayudar, colaborar, echar una mano en tantas situaciones. “Si ayudas al afligido en su necesidad, tu
luz brillará en la oscuridad, tus sombras se convertirán en luz de mediodía” (Is
58,10).
Se es conciencia y eso quiere decir sorpresa
continuada, admiración, hondo abrazo universal: estar abierto siempre a la
sorpresa que me llega desde que se abre el día. No se puede ser plenamente
consciente sin expresar asombro y agradecimiento.
Se es alegría y gozo íntimo, y andamos desorientados
por los caminos hasta que llegamos a ese lugar de dicha que nos pertenece, donde
nos elevamos por encima de nuestras circunstancias y volamos por alturas
infinitas.
Se es voluntad divina caminando sobre la tierra: sus
ojos, sus manos, sus pies, su corazón.
Ser persona humana es un regalo. Con nosotros
transportamos la belleza increíble de todo cuanto existe. Y tenemos el poder de
contagiarla a los demás, de ser mediadores. Que muchas veces no lo utilicemos
no quiere decir que ese poder no esté ahí.
Nuestro lugar de enseñanza-aprendizaje está en
nosotros porque nada sabemos de Dios
mientras no lo aprendamos en nosotros mismos.