La acción o movimiento del Espíritu
es la que dirige las vidas y mueve los corazones, su poder es revolucionario y
transformador. Es el que llena de bendiciones nuestras jornadas y siempre
enciende una luz en nuestra oscuridad.
Nos pone permanentemente en
búsqueda, que es la señal más evidente de que ya se ha producido un encuentro.
Instala el anhelo en nuestras
entrañas, impulso imposible de explicar con palabras, de tal modo, que solo
otros que tengan ese mismo anhelo nos podrán entender. Con los demás, el único
testimonio de nuestra aventura interior, será nuestra propia vida.
Ese mismo movimiento nos da una alegría
nueva, que se refleja en la expresión gozosa del cuerpo y en cada una de
nuestras acciones.
Hay una oración superficial, que
nos deja igual de angustiados que estábamos, y otra de transformación radical y
profunda, que nos cambia la mirada sobre todo lo que nos sucede. Hay que
trabajar para que nuestra oración sea de este segundo tipo: restauradora y
sanadora.
El cambio que hace falta en el
mundo somos nosotros mismos, con el poder infalible de la compasión y el amor.
La paz que ponemos en nuestro círculo más cercano, amplia la paz del mundo. Ahí
tenemos nuestro trabajo.
Es un trabajo de orfebrería que
requiere una atención plena y toda nuestra energía. No se puede dejar a la
improvisación un asunto tan importante como es el encuentro compasivo con todo
lo que ha sido creado y la ampliación de la paz universal.
Sigamos cada día esa luz interior que
nos guía, nos enseña senderos de paz y nos hace transitar por ríos de ternura,
que nos emocionan y nos dejan sin palabras.
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