Todo está naciendo, todo se mueve.
Nuestro interior y también el universo de fuera. Nos ramificamos, echamos
hojas, flores y buen fruto. Somos naturaleza, un trozo de universo que es al
mismo tiempo el universo completo.
Llevamos dentro las semillas
divinas que dan fruto a su tiempo, cuando no entorpecemos su acción, cuando las
dejamos ser. Pero lo que ocurre es que tenemos prisa, no sabemos esperar la
acción bondadosa que todo lo hace florecer, aun sin nuestra intervención. “La
tierra produce por sí misma”. Dios realiza la siembra, actúa sobre nosotros. Es
nuestro alimento, lo que él nos siembra es Vida, y nos hace fecundos, porque somos
buena tierra que sale de sus manos.
Hay que practicar paciencia en las
esperas, en lo que no entendemos y no sabemos encajarlo en nuestra vida, en
aquello que no hubiéramos elegido, pero ahí está.
Hay que cuidar la dimensión
espiritual, que es la que permite que nuestra tierra recupere su fecundidad,
una y otra vez.
Hay que entrenarse en abandono. “Padre mío, me abandono a ti, haz de mí lo
que quieras, lo que hagas de mí te lo agradezco”. (Foucauld).
Parece una locura pensar así. Solo
los locos, dejan la seguridad mundana donde todo está medido y calculado, para
adentrarse en el abismo del no saber, de la confianza ciega y del inimaginable
amor sin límites.
Nuestro objetivo de cada día: ser
felices en medio de las dificultades, en todo ver ayudas, en todo ver
posibilidad de dar gracias, porque todo está lleno de Presencia.
Para ello, como en la bella imagen
que acompaña este texto, dejémonos confiadamente, labrar, cuidar. Nuestra
tierra es fecunda, y de nosotros saldrán bellas hojas y flores, porque somos
belleza, esencialmente.
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