Siento atracción por la calma, es la que me hace disfrutar de
todo, la que me ensancha la respiración y me enseña a vivir de verdad.
Es mi lugar favorito, el punto de partida y de llegada para
todas mis batallas perdidas y mis planes sin sentido. Donde recojo los restos
inservibles de todos mis naufragios, donde convoco con tan solo la luz de mi
mirada a todos mis duendes interiores, que pacientemente aguardan.
Esa calma es oasis necesario en mi pequeña historia.
El Dalai Lama lo dice de esta manera: “Se llama calma y me costó muchas tormentas. Se llama calma y cuando
desaparece salgo otra vez a su búsqueda. Se llama calma, la disfruto, la
respeto y no la quiero soltar.”
Yo también suelo salir en su búsqueda todas las madrugadas,
porque es mi lugar necesario, en el que se asienta mi esperanza y brotan
palabras como flores, y también silencios que son declaraciones de amor.
Esa calma me contiene a mí, no al revés. Soy aprendiza en su
escuela. Es ella la que me forma y me da lo que necesito. Es un espacio de
sabiduría y de luz al que pertenezco.
La vida es muy grande, pero yo solo alcanzo a ver el
pequeño rincón que habito, y no con claridad. Abundan las sombras y las
preguntas, aunque a mí ya se me ha dado la única respuesta que está a mi
alcance: yo misma, con todo el universo dentro de mí. Gran misterio.
Desde la calma todo se puede ser y todo se puede hacer. Todo
se puede perdonar también. Y lo mejor: desde ahí se puede ver lo extraordinario
en lo ordinario. Y eso es lo más.
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