Poco a poco, muy lentamente,
aprendemos a vivir. Se nos van presentando las ocasiones para madurar, para
aceptar e integrar nuestra debilidad y nuestra fatiga, se nos van abriendo
horizontes de luz.
Tener vida no solo es haber nacido
sino tener conciencia del milagro de estar aquí. De lo increíble del universo
que nos envuelve. De la perfección en la que existimos. Y de nuestra propia fragilidad.
Cuando cargamos el peso del mundo
sobre nuestros hombros y nos creemos que todo depende de nosotros, nos
rompemos, porque no resistimos tanta tensión. De ahí la importancia de aprender
a soltar. Actuar y, a continuación, soltar, es el mejor aprendizaje, la mayor
sabiduría.
Actuar sin esperar recompensa, ni
agradecimiento. Buscar hacer las cosas solo porque son buenas, como una ofrenda
y una alabanza.
El apego es un lastre con el que
viajamos por la vida. Nos quedamos agarrados a lo que hacemos porque nuestro
ego es muy poderoso y quiere ser visto y valorado. Estamos enganchados al
reconocimiento social, que se nos enseña desde pequeños y actúa sobre nosotros
como una droga que necesitamos para vivir. Sin embargo, soltando tenemos más
libertad, nos sentimos mejor, respiramos más tranquilos.
Soltar es actuar confiando
ciegamente en ese Dios-Amor que ya sabe cómo somos porque nos conoce mejor que
nosotros mismos. Dejar que sea él quien tome la iniciativa en nuestra vida, quien
decida sobre lo que nos conviene, porque son sus aguas las que riegan nuestros
surcos más escondidos, sus semillas las que se abren en nuestro interior.
No nos quedemos ningún mérito para
nosotros. Contemplemos la fuerza de la gratuidad divina. Aprendamos a imitar
esa gratuidad: “Lo que habéis recibido
gratis, dadlo gratis”. (Mt 10,8)
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