Siempre es buen momento para ponerle color o sentido a la vida. Cada
amanecer es una ocasión ideal, porque todo es nuevo, calmado, profundo, amable,
esperanzador.
Después nos arrolla el tren rápido de cada jornada que tiene mucha prisa
por llegar. Parece muy importante todo lo que emprendemos. Y lo es, si no
perdemos de vista lo que nos trasciende, la totalidad que somos y en la que nos
movemos Esa es la clave.
También el anochecer es momento para hacer repaso de las vivencias del día
que acaba, una lectura orante de lo que hemos sembrado o recogido, sea más o
menos satisfactorio. Y reafirmar nuestra entrega en cada momento. Porque el
camino de los que nos sabemos amados es la entrega, no hay otro. El servicio.
Poco a poco la vida nos va dando encarguitos y hay que estar alerta para darlo
todo, servir con atención plena puesta en la faena que se nos pone delante.
Si la fe no nos lleva a comprometernos, algo falla. Me gusta compararlo con
los soldados o los guerreros, que se adiestran y preparan, en este caso, para
amar y servir.
Somos servidores de la mejor causa: tenemos que ampliar la paz del mundo,
desde nuestra misma casa, actuando en nuestro propio corazón.
Haciendo limpieza interior ayudamos a los demás. “Nadie ayuda a nadie pero todos podemos ser ocasión para que el otro se
ayude a sí mismo.”
El combate diario nos quita fuerzas, nos agota, incluso nos desanima en
ocasiones, por eso tenemos que recuperar la esperanza y la calma, y encontrar
para ello los momentos adecuados a lo largo del día.
Es imprescindible encontrar esos ratos que nos vuelvan a religar, ese es el sentido de la religión, con nuestro Ser esencial: esa Presencia
continua, que es una Fuente de Ternura de la que somos hijos muy amados.
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