Es de
valientes reconocernos vulnerables y débiles. Es la mejor terapia no querer
aparentar lo que no se es.
Si hay
algo que nos unifica es esa fragilidad humana. Hay quienes la aceptan y
aprenden a amarla, son los más sabios, y otros la rechazan. La mayoría, en la
que creo que estoy, estamos en una fluctuación entre aceptación y rechazo.
Es una
conquista diaria aprender a vivir con los propios límites. No es fácil.
Nos
hacemos mayores y vamos perdiendo fuerza, agilidad, rapidez mental, frescura.
Sin embargo, nos llegan nuevos dones: aceptación, paciencia, calma.
Aceptar
la propia fragilidad es imprescindible y abre el camino para aceptar la de los
demás. Esa aceptación significa una serenidad añadida en todas nuestras
interrelaciones. Significa abandonar la prepotencia que siempre acecha, y sabernos
unidos en lo esencial: somos seres insignificantes e indefensos.
La
grandeza nos viene de Aquel que todo lo ama. La mirada divina nos hace divinos
y nos da la luz necesaria para alumbrar la oscuridad de nuestros días.
Con
esa luz nos levantamos de nuestra pequeñez y amamos, Empezamos por amar nuestro
propio barro, que es el recipiente que nos une a lo más grande. Amamos nuestra
misma debilidad, sobre la que actúa el Señor.
Solo
si nos colocamos en último lugar, podemos estar al servicio de todo lo creado.
Es el mejor sitio para contemplar, alabar y agradecer.
Nuestro
paso por esta tierra es tan efímero. No lo enturbiemos queriendo aparentar
fuerzas o méritos que no son nuestros.
Aprovechemos
cualquier ocasión para disfrutar de lo que se nos ha concedido gratuitamente,
generosamente.
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