Muchas veces leemos en los Salmos
que tenemos que danzar, cantar, festejar, inventar cánticos y alabanzas nuevas,
tocar instrumentos y panderos porque el Señor ama a su pueblo, y eso hay que
celebrarlo. “¡Que todo lo que respire alabe al Señor!”, dice el Salmo 150.
Tenemos faena que hacer en
nosotros mismos, porque en cuanto a la fe, vamos muchas veces algo aburridos.
No se trata de saber bailar o
cantar, porque entonces casi nadie podría ponerse a alabar. Se trata de
expresar con el cuerpo la alegría de saberse amados.
Y para eso solo hay que seguir el
impulso natural del agradecimiento y la dicha.
Podemos empezar por poner una
música y dejarnos llevar, cerrar los ojos y dejar al cuerpo que rece con esa
danza.
Cualquier canción que sepamos de
las que nos llegan a lo hondo es oración, la podemos cantar sin que intervenga
la voz, solo con gestos. Es de lo más gratificante hacerlo, notamos un rio que
se desborda de ternura, se nos relajan los músculos agarrotados y sentimos alivio
y libertad.
Los gestos que incluyen todo el
cuerpo nos acercan más a nosotros mismos y nos hacen crecer. Vemos cómo en
otras partes del mundo, incluyen en sus celebraciones danzas, cantos y
expresiones de alegría en cambio aquí,
en nuestro ambiente, solo contamos para orar en las parroquias con rígidos
bancos en los que estamos sentados deseando levantarnos porque son incómodos.
Nos hemos olvidado de nuestro
pobre cuerpo: las manos, los pies, la piel, el rostro. Nos presentamos ante el
Señor tan solo con la palabra, pero somos mucho más.
Todo nuestro cuerpo es sagrado
porque es recipiente divino. Cada parte, por tanto, puede danzar con una
oración emocionada y original, sencillamente para expresar agradecimiento.
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