Qué belleza es velar y prestar la
voz, la súplica a Dios por todos los seres humanos, sin saber qué decir, tan
solo “aquí estamos, bendícenos”. Es una misión entrañable para los que tenemos
el regalo de la fe. Es una faena de la que uno no se cansa nunca porque
responde a una llamada interior.
Somos convocados a ayudar a
nuestros hermanos por todos los medios, también con la oración. Dice la biblia:
“Tú, habla en mi nombre”. Somos su boca y su corazón. También con gestos
hablamos, no solo con palabras. A veces estas están vacías de auténtico
significado y lo que cuenta es tu vida tal como la vives, esa es tu verdadera
palabra.
Están vacías cuando decimos
“hágase tu voluntad” pero solo nos importa la nuestra. O “venga a nosotros tu
reino”, pero le damos la espalda a ese reino en nuestro quehacer cotidiano. Y
tantas veces más.
No alcanzamos a ver el alcance del
misterio de la existencia, pero en nuestro pequeñísimo terreno, en nuestro día
a día rutinario y a ras de suelo, vamos a encontrar la magia y la luz que hace
cada momento único e increíblemente bello.
Ese diálogo íntimo y creativo al
que llamamos oración, nos da la llave para entrar en un espacio de encuentro y
de escucha atenta, de compartir y saborear, de consciencia y entrega. Es una
faena que engancha, si no la haces te
falta algo.
Aquel que ha hecho el universo a
la vez que ha modelado mi barro, me espera, quiere que le hable y que le
devuelva un mínimo reflejo de la ternura que me da. Y tiene paciencia infinita
para esperar y sabiduría para trazar mi camino.
Yo, que voy despistada por la
vida, me creo que soy yo la que consigo esto y lo otro, y tengo que aprender a
diario la lección más difícil: la de la humildad.
Esa oración o diálogo siempre
presente, a mí me sirve para tener otro punto de vista sobre cualquier
acontecimiento y, en definitiva, para vivir de otra manera.
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