M. Delbrêl: “Ser islotes de
residencia divina. Hacer un lugar para Dios. Creer de parte del mundo, esperar
para el mundo y amar para el mundo.”
Hay que aclarar que la residencia
divina no es patrimonio de unos pocos sino de todos, todos somos esos pequeños
islotes, lo que puede variar es la mayor o menor consciencia de esa realidad
amorosa en la que nos movemos.
No somos islotes cerrados porque
creemos y esperamos desde y para el mundo. Desde nuestro pequeño espacio
acercar lo divino a todo lo que tocamos, y que lo que tocamos nos lleve a la
trascendencia.
Somos nosotros los que tenemos que
abrir espacios bien oxigenados de bondad y ternura para que circulen libremente
las buenas corrientes de la tierra, que son curativas.
Abrazar el mundo, y de su parte
declararnos amigos de la humanidad y dar un paso al frente por encima de los
obstáculos que nos quieren hacer creer que no hay nada que hacer.
El amor es poderoso y es nuestra
única arma en esta batalla peculiar que es el transcurrir de los días. Esto hay
que traducirlo en pequeños actos cotidianos sin olvidarnos de bendecir y abrir
la puerta a lo que va llegando. Sin quejas ni protestas, sí con actitud
positiva, que es sanadora.
Nuestros errores forman parte de
nosotros, si los rechazamos no estamos completos. No importa cuántas veces
fallemos y fracasemos, somos islotes llenos de luz y avanzamos en la historia
humana y personal como testigos y como enamorados.
Esa visión enamorada nos hace
falta para apreciar y saborear tantas cosas y para disculpar tantas otras.
Porque solo el que está enamorado tiene la locura necesaria para arriesgar por
el amado, arrimar el hombro generosamente y consolar sin límites.
Me siento parte ilusionada en esa
historia de pareja: la Vida y yo, que vamos de la mano, nos miramos hondo y
tierno, y hacemos el amor a plena luz.
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