Nunca podremos entender. Imposible saber el
qué, el cómo, el porqué, el cuándo. Eso nos está vetado, y es lo que más
deseamos, averiguar el sentido de esta existencia. Cada vez tengo más claro que
lo único que está a nuestro alcance es confiar, sin más, sin certezas, sin
agarraderos artificiales ni pruebas que nos garanticen que estamos en lo
cierto.
Confiar desde el regalo de la fe, que no es
poco. Y ayudarnos unos a otros, como el samaritano ayuda al herido con entrega
total y desinteresada. Porque es ese gesto de ayuda al prójimo el que hace más
visible a ese Dios que buscamos incesantemente.
“El
prójimo tiende a estar en la cuneta del camino que yo recorro. Me refiero al
camino de mis intereses, de mis gustos, de mis ideas. El prójimo está lejos,
aunque esté ahí mismo, a dos pasos. Es difícil de aceptar y soportar”. (Alessandro Pronzato).
Ese ser egocéntrico dominador que llevamos
dentro es el que nos impide acceder a los demás. Yo, yo y yo, parece que
digamos a toda hora. Esa actitud nos cierra las puertas de la generosidad, tan
necesaria para el encuentro verdadero con el otro.
Primero, dejar a un lado nuestro endiosamiento
personal. Después, acudir al encuentro de aquellos con los que compartimos
sueños, dudas, victorias, fracasos. En una palabra, humanidad.
En nuestra entrega y cercanía vamos a encontrar
respuestas a los interrogantes que nos acompañan siempre. De esa manera,
veremos la luz en la tiniebla y, aún sin entender, seremos más felices.
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