“Es un
hecho asombroso y digno de reflexión que todo ser humano esté constituido de
tal forma que siempre haya de ser un profundo secreto y un misterio para sus
semejantes”. (Charles Dickens).
Nos creemos con derecho a opinar de todos, a
meternos en las vidas ajenas, a dar solución a los problemas de los demás, sin
tener en cuenta la individualidad única de cada ser humano sobre la tierra. Y
da igual que estemos en grupo o que vivamos en la misma casa, cada uno guarda
un secreto impenetrable, como si hubiera una distancia insalvable entre
nosotros.
Ese aura de misterio envuelve igualmente a todo
lo creado. Todo es único e irrepetible, respetable y digno.
Ser digno viene a significar “ser válido para
ser lo que uno ha venido a ser”. Esa dignidad no nos viene por méritos propios
ni por un esfuerzo personal sino por la gratuidad de la creación. Alguien nos
ha pensado y amado así. Y aquí estamos. Eso hay que respetarlo: acogerlo tal
como es. Por eso intentemos aceptar, no controlar ni imponernos. Demostrar con
nuestro estilo de vida que tenemos fe en nosotros mismos y en los demás.
La semilla de la vida siempre está intentando
desarrollarse al máximo, pongámonos a su servicio, para salvar las distancias
que nos separan con puentes de amistad y generosidad. Ese es el camino, que
está al alcance de cualquiera. Solo nos hace falta una pequeña reflexión sobre
cómo somos, ver cuál es nuestra actitud y qué está en juego con la existencia.
Apreciar la dignidad de todas las criaturas que
beben de la misma Fuente que nosotros para así dejar crecer sus semillas
interiores.
La actitud hermanadora
que sale de nuestro corazón es básica porque lo que de verdad une es el afecto,
el amor que damos y recibimos.
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