“La vida de Isaías es la historia de un hombre
entregado al proyecto de Dios.” Lo mismo se puede decir de cualquiera. También
de mí.
Escuchó la voz del Señor que decía “¿A quién
enviaré?”. Él respondió: “¡Aquí estoy yo, envíame!”
Todos los habitantes de esta tierra levantamos
la mano a lo alto y, a nuestra manera, decimos: “¡Aquí estoy!” Es una expresión
que puede significar decisión y valentía, también temor e inseguridad, porque
no queremos pasar desapercibidos entre tanta gente y en un espacio/tiempo tan
efímero. Allá en el fondo nos ronda la inquietud: ¿Nos verá alguien? ¿De verdad
somos tan amados? ¿Qué hago yo aquí? Y gritamos en la oscuridad para que se nos
vea, porque tenemos miedo, vértigo ante el misterio que vislumbramos en
nosotros mismos.
“¡Aquí estoy!”, para mí significa que me pongo
en marcha, que quiero acudir a una cita que tengo en todos mis encuentros,
tratar con ternura a mis compañeros de camino, tender mi mano a los más
necesitados. El milagro de la vida se me pone a mano en lo más pequeño, en el
mismo sitio donde vivo y donde sueño.
Y la luz en mi oscuridad me la da el amor, que
se manifiesta en esos pequeños pasos que todos damos hacia la unidad, hacia la
aceptación de los demás y de uno mismo. Para ello no sirven tanto las palabras
como los abrazos, los grandes discursos como los gestos de cercanía, que de un
modo natural brotan de nosotros.
Hay una solidaridad básica que nos une y nos
hace ayudar al que tenemos más próximo. Aunque en nuestra sociedad esa
dimensión está a veces obstaculizada por una superficialidad y una
competitividad extrema, en situaciones límite siempre nos sale ayudar,
respondiendo a ese anhelo universal: “¡Aquí estoy, envíame a mí!”
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