Nuestro Dios es
infinitamente creativo, y nos ha hecho un planeta absolutamente precioso y
perfecto, y no digamos la maravilla de nuestra pequeña galaxia en medio de unos
cuantos miles de millones más.
Ese mismo Ser divino
se asoma a nuestros corazones con paciencia enorme, con delicadeza, también con
increíble terquedad, no deja de hacerlo, sea cual sea nuestra situación. Quiere
que nos pongamos en marcha, que despertemos a lo esencial, que nos enteremos de
que somos amados hasta el extremo y que resulta posible experimentar su
presencia.
Nos pide que
confiemos en él, a tope. De tal manera que tengamos el convencimiento de que
todo va a salir bien, porque todo está en sus manos. Difícil esto, en un mundo
lleno de tensiones y de circunstancias desfavorables, pero su mensaje de
confianza sigue en pie. También nos pide que nos tratemos con cariño y respeto
unos a otros, que nos ayudemos siempre. Todo le pertenece y todo es su
manifestación, tenemos que mirar la vida como su Vida.
Ese es el
pequeño-gran matiz que marca la diferencia, darnos cuenta de que somos de la
Vida y abandonarnos en ella.
Cuando sientes esa
mirada divina en ti, conviertes tu día en oración porque solo tienes sentido
cuando estás en relación con el Otro, que es Tú-Mismo-Ser.
Si todas las vidas
son la Vida, nos tenemos que inclinar ante la más mínima manifestación de ella
y hasta lo más insignificante se convierte en sagrado y trascendente. Todo
tiene una finalidad más allá de nuestra limitada comprensión.
En el papel todo
queda bien, pero eso mismo trasladado al día a día es lo que nos causa
problemas y dolores de cabeza. Porque cómo encajo ahí a esa persona que me está
haciendo daño, o a esa situación que no puedo controlar y me provoca ansiedad.
Evidentemente algo
tenemos que cambiar dentro de nosotros, dejar atrás cosas inservibles y avanzar
sobre terreno seguro, sólido, estable. Y sólo hay un terreno con esas
características, es el divino.
Su Vida es lo único
que nos da paz y nos hace buscar la armonía en todo lo que nos rodea, nos
impulsa a perdonar y a pedir perdón y a no creernos superiores a nadie.
Siempre tenemos que
estar cuestionándonos a nosotros mismos, para ver si estamos poniendo paz o
cizaña, y construir nuestro camino conscientemente y con la firme decisión de
amar y dejarnos amar.
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