“Jesús
les llamó” (Mt 4, 21).
He recibido una llamada y me he levantado de la
tierra, me he unido a todos los que caminan siguiendo la misma voz: soy
peregrina de mi universo. Me acompaña la alegría de todos los colores, de todas
las músicas, de las preciosas melodías interiores, la luz de todos mis
hermanos, la belleza de mi soledad, la decisión de mis células que son sabias.
He recibido una llamada y me he puesto en camino.
Jesús me llamó, a través de personas, lecturas,
amaneceres, y corazones amigos, y yo me he puesto en marcha. Su llamada es
poderosa, viene envuelta en ayudas y bendiciones, sin ellas no podría hacer
nada, no podría levantar mi mirada ni hacer volar mis deseos.
Él me llamó, me abrió los oídos, me dio un nuevo
corazón, un espíritu aventurero y firme, abrió para mí un manantial en mis
entrañas y me regaló una sed inagotable e infinita.
Gracias a la sed me pongo en movimiento y
pregunto a mis constelaciones interiores cuál es el camino para llegar a esa
fuente.
Mi universo interior es mi aliado, no me deja
sola, comparte mi búsqueda, se alegra con mis aciertos, me ayuda en los malos
momentos. No me abandona a mi suerte.
Yo me formo y aprendo con todo cuanto viene a mis
orillas, puede ser que mi única faena sea abrazar mi vida y decir “amén”.
Aprender humildemente a ser agradecida. Y también
comunicar agradecimiento a mi alrededor. Acepto esa tarea como lo mejor que me
podía haber tocado aquí, en esta tierra rodeada de estrellas y de prodigios.
Colaborar para que otros sientan la misma llamada
que he escuchado yo. Abrir mi corazón a mis hermanos, como Jesús me lo ha
abierto a mí. Poner mi vida al servicio de todos.
Fácil de decir pero muchos rincones por airear en
mi interior, una limpieza profunda, una decisión grande de no mirarme a mí, de
morir yo a todos mis egoísmos para que viva él. De dejar mis espacios libres y
limpios. De ese modo caminaré paso a paso para entrar en la vida plena y el
gozo auténtico, y llegaré a sentir “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”
(Rom 8, 21).
Recordemos siempre que no estamos solos, “el
Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad” (Rom 8, 26)
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