No puedo querer a nadie si no me quiero
a mí misma. Si no me cuido, me respeto, me mimo, como recipiente único y
sagrado que soy. Como un minúsculo espacio de terreno donde la creación entera
ha vuelto a manifestarse.
No puedo aceptar a nadie si no me acepto
a mí misma. Aceptarme tal como soy, con lo bueno y lo menos bueno. No ser cruel
con mis imperfecciones, con mis debilidades, para poder aceptar de igual modo
las imperfecciones de los demás.
Si no me alabo a mí misma no puedo alabar
a nadie. Sí, alabarme de corazón, a boca llena, porque nada tengo que no se me
haya regalado. Todo es un don.
Mi vida hacia fuera pasa necesariamente
por mi vida interior, ahí es donde se fragua mi estar en el mundo.
Tengo un laboratorio interno donde construyo
mi universo cercano y lejano. Voy juntando las piezas que son necesarias para
mi destino.
Escribí un día: “Camino con el universo dentro, y por fuera nada. Mi destino camina
conmigo, mis pasos le alcanzan... Todo lo llevo dentro, y con mis manos atravieso
cuerpos, que también son universos”.
El mismo límite que pongo yo a los demás
es el límite que los demás me ponen a mí. Me encuentro con lo que yo siembro.
Este es un descubrimiento trascendental, porque me hace ver las cosas como son,
sin tergiversar ni manipular nada.
Cuando no pretendo llevar las riendas de
nada es cuando tengo más poder sobre todas las cosas. Es el poder que da el
amor, es la autoridad de la armonía en nuestras vidas, ella es la que manda y
organiza. La que realmente hace avanzar el mundo a través de un camino de sombras
y de luces.
Somos poderosos porque se nos ha dado
admirar la creación de la que formamos parte. Tenemos conciencia para
agradecer, eso es lo que nos hace diferentes, humanos.
También somos creadores porque el Ser Divino
hace su obra a través de nosotros.
Si no veo a Dios en mí misma, no lo
podré ver en nada ni en nadie. Si no sorprendo en mí su presencia, su ternura
extrema, su paciencia, y sus correcciones, tampoco podré apreciarlas en todo
cuanto me rodea.
Tan solo se me pide una adhesión a un
plan eterno y perfecto. No es tan difícil. Solo tengo que decir: Amén.
Hago mías las palabras del Magníficat:
“Mi
alma alaba la grandeza del Señor,
Mi
espíritu se alegra en Dios mi Salvador,
Porque
Dios ha puesto sus ojos en mí,
Su
humilde esclava,
Desde
ahora me llamarán dichosa,
Porque
el Todopoderoso
ha
hecho en mí grandes cosas.
¡Santo
es su nombre!”
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