Sal
143,1: “Él es quien me entrena y me prepara para combatir en la batalla”.
Se puede tomar la vida como una batalla,
¿por qué no?
En la que se nos va entrenando,
formando. En la que también podemos aprender a base de golpes y magulladuras, y
muchas veces no somos conscientes de la importancia de cada encuentro, de cada
situación que se nos presenta.
Tenemos un entrenador entusiasta y
solícito, que suele permanecer escondido y nos cuesta reconocerle y mirarle a
la cara para darle las gracias. Pero él sigue incansable su trabajo, siempre a
la espera de recibir esas pequeñas migajas de agradecimiento.
Tenemos un lugar dentro de la divinidad.
Nuestro lugar se llama vida, y es también nuestro cielo.
“Con
lazos de ternura, con cuerdas de amor los atraje hacia mí, los acerqué a mis
mejillas como si fueran niños de pecho, me incliné a ellos para darles de
comer”. (Os11, 4). Con lazos
invisibles y tiernos estamos atados a su proyecto de amor.
No nos acabamos de creer que “el Señor
cuida de todas sus criaturas”. Creemos que estamos solos en la batalla. Gran
error.
Cuando nos damos cuenta de que estamos
al servicio de alguien, cambia nuestra vida, y nos convertimos en guerreros
entusiastas que buscan su rostro amigo en las batallas que llevan entre manos.
Es un entrenador que “siempre cumple sus
promesas y nos da pruebas de su amor” (Dn 9). Solo tenemos que observar en
nuestro día a día, hasta en las circunstancias más desfavorables, hay una voz
amiga que nos llama por nuestro nombre y nos anima a vivir como seres plenos y
felices.
¡Tenemos tantos testimonios que nos dan
luz, que están ahí para servirnos de modelo! Decía Etty Hillesum, desde un
campo de exterminio: “lo confuso,
amenazante y pesaroso que me llega no me confunde la mente ni por un segundo
porque nada enturbia mis sentimientos y pensamientos, porque soy capaz de
soportar y superar todo y porque la
conciencia de todo lo bueno de la vida, también de la mía, no la desplazan
otros asuntos, sino todo lo contrario, es cada vez más fuerte”.
Pues eso mismo deseo yo: que lo más
confuso y amenazante no nos enturbie la paz interior, no nos robe la calma, que
es la llave necesaria para acceder a la bondad y belleza de la vida, y a los
tesoros escondidos en nosotros mismos.
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