domingo, 6 de diciembre de 2009

Experimentar la divinidad


¿Cómo se experimenta la divinidad? En los libros hay frases bellas y acertadas sobre este tema y sobre todos los aspectos de la interioridad. Pero “el cómo” se me escapa: cómo aterrizar en mi vida actual, con la visión de la trascendencia, de la infinitud.
Parece difícil, pero estoy segura de que en verdad es muy fácil: de que lo tengo todo ante mis ojos, de que no me falta ninguna pieza, no necesito ir más lejos para encontrar a Dios.

Tony de Mello cuenta la historia de un pez que se pasó la vida tratando de encontrar ese misterio que todos llamaban océano. “¿Qué es el océano?” preguntaba a todos. “He buscado por todas partes y aún no lo he visto. Seguramente no existirá.”

Puede ser que la dificultad venga de empeñarnos en querer ver dos partes diferenciadas, una humana y otra divina, en lugar de percibirlo todo perfectamente ensamblado. Todo está dentro de la divinidad: respirar, caminar, relacionarnos, trabajar.
No hay que ver nada aparte de lo que ya vemos, ni buscar nada, más que lo que ya tenemos.

M. Silf dice que si no somos capaces de percibir a Dios en lo cotidiano, jamás lo hallaremos. Como le ocurre al pez, sólo puede encontrar el océano en el espacio concreto en que nada, en la vida de cada día.

Nuestro único cielo es la monotonía de cada jornada, el trabajo por hacer, los hijos por atender, la casa por limpiar, la faena por empezar. Todo eso podemos vivirlo rutinariamente o con agradecimiento e ilusión, imaginándonos que cada día escribimos una nueva página, en la que somos co-protagonistas, junto al resto de los seres.

Es una historia, la del ser humano, repetida y repetitiva de búsqueda, en la que, sin duda, los momentos principales son los del cariño, la ternura, la alegría auténtica, la mirada sincera, la mano abierta, el corazón relajado.

La interioridad manda: Puedes escalar el Himalaya, pero si no sientes esa “fuerza o llamada interna”, nada te pasa, nada descubres, miras sin ver. Y, por el contrario puedes estar postrado por una enfermedad y, justo entonces, vivir la más honda experiencia humana y divina imaginable.
Es importante ver cómo encaramos nuestro trabajo, con qué entrega hacemos nuestras faenas, con qué acogida recibimos lo que nos llega en cada momento. Demos la bienvenida a cada situación, sin protestar ni quejarnos, porque esto no hace más que borrar la belleza del instante.

Somos trabajadores de la vida eterna, que es la nuestra, es decir, la única que conocemos. Es un buen trabajo, que se puede hacer de un modo monótono o entusiasta.
En nuestras manos está la elección.

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