Podríamos ir dando saltos de alegría si comprendiéramos hasta que punto
estamos protegidos y blindados por el amor infinito. Eso es lo que hacen los
grandes santos y ellos son nuestro modelo. Están puestos en la historia como
faros auténticos.
En algún sitio leí que “la vida no vivida es una enfermedad de la que se
puede morir”. Tiene repercusiones fatales ser un muerto caminando. Y cómo se
vive la vida: contactando con nuestra criatura más íntima, que es nuestra
auténtica verdad. La que tiene inocencia y bondad y que todos la llevamos. Es
nuestro trocito de cielo, el que se nos regala con la existencia. Es lo que nos
hace seres humanos y dichosos.
En nuestro viaje hacia nosotros mismos también nos encontramos situaciones
difíciles. Todo está ahí por algo. Todo sirve para sacar lo mejor de nosotros.
Para usar la imaginación y el buen sentido.
No importan los tropiezos, ni lo árido del camino, el calorcito lo llevamos
dentro, brota del manantial interior, lo producimos a nuestro paso: calor
humano, ternura en los encuentros, sonrisas y caricias.
En esta aventura nunca, nunca, vamos solos. Si pudiéramos grabar esto en
nuestras células, cuántas angustias nos ahorraríamos. Pero se ve que es
necesario este caminar desorientado y sediento.
“Muy agradable es la
luz y es bueno que los ojos vean el sol, pero aunque uno viva muchos años y
disfrute de todos ellos, debe recordar que los días de oscuridad serán muchos.”
(Ec 11,7-8).
Buen camino para todos en este viaje interior.
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