Siempre nos sienta bien el tiempo de oración. Es como la comida para el
cuerpo, como el oxígeno para las células. Es imprescindible para sentirnos
personas en lo hondo.
Al decir oración no me estoy refiriendo a repetir letanías o rituales
superficiales, sino a estar plenamente presentes en nuestro proceso vital,
dialogantes con lo más puro que hay en nosotros, anhelantes en nuestro silencio
más íntimo y enamorados del misterio que nos ha traído hasta aquí.
Decía Santa Teresa de Jesús: “Orar es
tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos
ama.”
Es un encuentro de amistad, de tú a tú, en el que nos sentimos bien. En el
que también hay lugar para los enfados, a veces la vida es dura y también es de
amigos decirse las cosas cara a cara, sin mentiras ni edulcorantes.
En la soledad y el recogimiento expresamos lo que sentimos, sabiéndonos
amados infinitamente en cada una de nuestras manifestaciones. Ese es el punto
principal: el sentirnos amados. La oración es un verdadero regalo, es lo que
Dios hace en ti para que te des cuenta de su amor.
De muchas maneras se puede orar. Unas, con palabras, otras, con la
contemplación agradecida y silencios llenos.
También existe la oración de petición, de la que abusamos muchas veces.
Tenemos una necesidad compulsiva de pedir, cuando en realidad no sabemos qué
nos conviene. La petición más acertada será: “que se haga tu voluntad”.
1Ts 5,16-18: “Estad siempre
contentos. Orad en todo momento. Dad gracias a Dios por todo”. El apóstol
nos invita a la oración ininterrumpida
Que seamos capaces de seguir estos consejos de orar con gratitud y alegría.
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