Me brota una oración, como un
salmo más, que dice: rescátame, ábreme los ojos, enciéndeme una luz dentro,
sálvame de la total oscuridad, para que te alabe en todo momento.
Para salir de mi ignorancia, el
único camino a mi alcance es alabar y agradecer.
Claro que para alabar es necesario,
imprescindible, aceptar, y caminar paso a paso y confiadamente en el abismo del
no saber, y ahí no siempre consigo mi objetivo.
Comenzaré con una relajación
consciente de mis manos. Qué quiero decir: que mis manos se aferran a todo como
si todo me perteneciera y dependiera de mí, lo que me hace acumular tensión y
no saborear momentos. Al abrir mis manos soltaré aquello de lo que me he
proclamado dueña pero que no me pertenece: mi vida.
Dejaré a un lado los pensamientos
catastrofistas: qué pasará, qué pasaría si, y si sucediera tal cosa, etc. Todas
esas irrealidades sobre las que nos pasamos horas hablando. Esto ya me está
creando algunos problemas porque cuando se inicia una conversación de ese tipo,
yo me quedo muda, no voy a hablar de lo que no sé si pasará como si estuviera
pasando, es perder tiempo y energía. Llevar las propias convicciones hasta ese
extremo pone en peligro la vida social.
Tampoco sé de dónde me viene ese
empeño en salir de la ignorancia, en sobrevolar mi propia limitación y
debilidad. Algo que ver tendrá la sabiduría que me habita. Sabio significa
saborear con alegría la vida nueva, esa tierra que se nos ha prometido.
El camino recto de la alabanza me sitúa
directamente en el asombro. Todo me lleva a reverenciar este milagro que me
hace decir “yo” y me hace decir “tú”. Y me forma en el compartir y en el
diálogo.
Todo esto que digo me engalana por
dentro, me hace independizarme de las naderías que me quieren quitar la paz y
dedicarme de pleno a alabar y agradecer.
Dice una canción: “Está ya en mi corazón lo que trepa por mi voz”.
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