Si no me arranco una a una las espinas
de las preocupaciones estoy muerta para la alegría. No hay que preocuparse sino
confiar. Esa es la regla fundamental para no estar muerto. Dejar todos los
asuntos en manos de quien ya están.
Dice Job: “Dios ha envuelto mis caminos en oscuridad. Pero yo sé que mi defensor
vive, y aunque la piel se me caiga a pedazos, yo, en persona, veré a Dios. Con
mis propios ojos he de verlo yo mismo, no un extraño”.
Yo misma veré a Dios, aunque la piel se
me caiga, aunque parezca que todo me va mal, aunque todo el mundo se ponga en
contra mía, que no es el caso.
No es fácil vivir cuando estamos a
expensas de lo que nos suceda, de lo que nos digan, de los resultados de lo que
estamos haciendo, del éxito o del fracaso. Es francamente difícil encontrar el
equilibrio entre la selva de mis emociones. Porque a veces los demás me dicen o
me hacen cosas que no me gustan.
Yo llevo bastante a rajatabla eso de no
dejarme llevar por las preocupaciones, pero reconozco que no siempre lo
consigo. Aún así me veo a distancia de quien se hunde al menor temporal. En
algo se tiene que notar que confío. Tengo razones de peso para convencerme a mí
misma cuando veo que naufrago, y las utilizo, y acabo recuperándome. Todo
requiere un trabajo, un hábito, un método. Es muy importante tener las cosas
claras.
Una razón de peso es que mi enfado o mi
tristeza solo sirve a mi parte más egoísta, significa recrearme en mi dolor: “mira
qué me han hecho”. Aquí vienen muy bien las enseñanzas de servir a los demás y
estar en último lugar, que son frases que repetimos y decimos “de boquilla”.
Si hablan mal de ti pues te aguantas,
ahí no se acaba el mundo, tú también puedes ser criticado, juzgado y condenado.
Eso sí, tú no devuelvas la misma moneda, no juzgues ni condenes.
Solo tienes que tener claro que el enojo,
el mal humor, no es útil para nada, solo destruye tu paz interior, que es tu
mayor tesoro.
En todos los lugares donde nos toca
convivir, familia, trabajo, sociedad, bajo un aparente ambiente de bienestar
hay tensiones y malos rollos. Hoy me decía una compañera que le gustaría ser
como yo, porque no pierdo la calma en los ataques. He buscado un relato que
ilustra muy bien lo que pienso y se lo he dado.
Un
hombre le preguntó a su amigo por qué reaccionaba sonriente y tranquilo a los
malos modos de un tercero. Le dijo:
-
Oye… ¿este hombre siempre te trata así?- Sí, por desgracia.
- Y tú, ¿siempre te muestras con él tan educado y amable?
- Sí, así es.
- Y ¿me quieres decir por qué tú eres tan amable con él, cuando él es tan antipático contigo?
- Es bien fácil. Porque yo no quiero que sea él quien decida cómo me he de comportar yo.
Lo mismo digo: soy yo quien elige mi
comportamiento, mi actitud, mi modo de vida.
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