Todo nos habla de parte de Dios. Por eso
los paisajes tienen tanto que decirnos, también el mar y los colores del cielo,
las miles de estrellas, las obras de arte, la música. Los seres queridos y
cualquier persona sobre la tierra.
Vivimos inmersos en una conversación
profunda, amena y enriquecedora con todo cuanto nos rodea.
Nosotros también hablamos en su nombre. “Y tú, hombre, habla en mi nombre”. (Ezequiel
39, 1). Cada uno que ponga su nombre propio en el lugar de “hombre”.
Ezequiel habla en el capítulo 37 que
había un valle lleno de huesos secos. El Señor le dijo a él que hablase en su
nombre a esos huesos y les diera el aliento de vida. Entonces los huesos
comenzaron a tener tendones y carne, y el aliento de vida entró en ellos y
revivieron y se pusieron de pie.
Tenemos el deber de transmitir aliento
de vida, y de cambiar la sequedad en esperanza, confianza, anhelo infinito.
La victoria la tenemos asegurada porque la
fuerza no es nuestra, el mismo Amor cuida de todas sus criaturas, nosotros
somos pequeños eslabones, pero nuestro testimonio hace falta.
Tomemos conciencia de nuestro privilegio
de ser portavoces de buenas noticias y transmisores de la vida, la que hace que
no seamos esqueletos caminando sino hijos auténticos de la divinidad que nos
sostiene.
Ese mandato es para nosotros: hablar en
su nombre. Si tú te lo crees y obedeces con tu vida, estás salvado. Es decir
has salido de la ignorancia, tus huesos se han convertido en criatura única y
dichosa, y tu voz tiene algo que decir.
Créete las voces que te hablan al
corazón, están dirigidas especialmente para ti. Créete la belleza que te asalta
cuando abres los ojos.
Es todo demasiado grande para nosotros:
el universo, el amor, el perdón. Por más que nos dediquemos una vida entera a
pensar en ello no podremos comprender. Pero quizá la vida no ha sido creada
para que la comprendamos sino para que la admiremos y saboreemos.
Paladear la sensación de estar vivo,
“ikiru” en japonés. Degustar despacio los amaneceres, beber a pequeños sorbos
el aire que nos sostiene, impregnarnos con las aguas que
circulan tan dentro de nosotros.
Todas las personas, todo cuanto nos
sucede, nos habla, nos sirve, nos alimenta. Del mismo modo nosotros hablamos,
servimos y alimentamos a los demás. Todo es interrelación, armonía y milagro.
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