Podría vivir encerrada en unas palabras,
siempre las mismas, repitiéndolas, revistiéndome de ellas. Pronunciándolas
suavemente, rezándolas con el corazón o gritándolas.
Y todo lo que brotase de mí, nacería de
esas palabras y no de otras.
A veces, cuando leo o releo libros que me
ayudan y me recomponen como un rompecabezas, me doy cuenta de que no haría
falta que añadiese o me comprase ninguno más, año tras año podría alimentarme
de las mismas frases.
Son palabras o frases que se me adaptan
perfectamente, me muevo cómodamente en ellas, no me las acabo de una sola
digestión, al día siguiente puedo empezar nuevamente con ellas y siempre,
siempre, me alimentan. No se les acaba su poder nutritivo.
Yo me siento como una pequeña hormiguita,
que al caminar su mágica andadura está siendo alimentada y ayudada. Y no
importa que me dé cuenta de ello o no.
También puedo vivir encerrada en una
oración, porque todo lo creado es esencialmente trascendencia o espiritualidad.
Y hasta las hormigas, entre las que me incluyo, están sostenidas en la
existencia, mimadas y acompañadas.
Tan solo con sentirme creada, comienza mi
esperanza, que es una de mis palabras mágicas, y sin entenderla del todo, no
deja de alimentarme y me da fuerza. “Somos
esperanza”. (P. Landsberg).
Con solo sentir mi pequeñez, se me hace
evidente la grandeza del misterio en el que vivo. Aquí tenemos otra palabra: el
misterio.
Y
cuando comparto la existencia, me brota la compasión, y por supuesto, el amor.
Y de todo ello tengo que dar testimonio. “Vas a ser testigo suyo ante todo el mundo.
Y vas a contar lo que has visto y oído.” (Hch 22).
Mis “palabras para vivir” me son
esenciales, no puedo prescindir de ninguna de ellas porque son las que me dan
el sentido, y me hacen sentirme persona humana/divina.
Por eso, que a una criatura tan
insignificante se le regalen palabras tan extraordinarias para vivir, me lleva
a querer construir una casa, un refugio con todas ellas, desde el que
contemplar y vivir para siempre.
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