En lo cotidiano es donde se juega mi opción
por Dios. No hay que esperar a la misa del domingo, ni a la celebración de
Navidad, ni a los oficios de Semana Santa. Desde que me levanto por la mañana
estoy en mi templo sagrado, que es mi persona. Y cansada o no, feliz o triste,
agobiada o radiante, mi casa es la eternidad y me guía siempre el Amor. Qué
gran noticia para aquel que tiene el privilegio de enterarse.
Cuando ya me ha llegado la noticia entonces
es cuando tengo que elegir Dios en lo que hago. Eso significa elegir el camino
recto y limpio, nunca podré herir a nadie, ni ofender, maltratar o menospreciar.
Nunca hablaré mal de nadie, ¡Uf! Sin duda, esto es lo más difícil, porque este
es el deporte preferido de los humanos, dejar en mal lugar al que no está en
ese momento presente. En los evangelios está muy bien expresado: “Haced a los demás lo mismo que queréis que
los demás hagan con vosotros” (Mt 6, 12). Es la regla de oro, la principal.
No es tan difícil tomar la opción Dios,
solo tengo que dedicarme a poner paz en mí y en todo: a sembrar mi espacio de
sonrisas, de amistad, de buenas intenciones. A veces es suficiente con callar y
desmarcarse de las tonterías que se propagan de boca en boca.
No se trata de estar siempre dando saltos
de alegría, porque todos tenemos momentos de todas clases, sí se trata de
sentirse amigo del universo entero. De transmitir con nuestra vida que somos
conscientes de que le importamos a Alguien y por eso estamos aquí.
No rechacemos nada de lo que nos sucede, ni
siquiera el sufrimiento, que nos enseña a tener compasión, a ponernos en la
piel de los demás y contactar con su sufrimiento. Nos hace más humanos.
Y la finalidad de nuestra estancia en este
planeta es precisamente ser humanos, tiernos y
compasivos.
En lo más cotidiano demostremos que hemos
captado y asimilado el mensaje del amor que viene incorporado en todas las
cosas que nos suceden.
Y que hemos tomado las riendas de nuestra
vida para tratar de pasar ese mensaje a los demás.
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