Hazte la pregunta, en la intimidad. ¿Cómo la sientes? ¿Te da inquietudes? ¿Te libera? ¿Ocupa un lugar central en tu vida? ¿Flaquea en las dificultades?
No olvides nunca que la fe es un regalo, un don, que no tiene nada que ver con tu bondad, tu esfuerzo o tu inteligencia. Simplemente, te la encuentras a lo largo de tu vida o en un momento señalado. La tienes o no la tienes, y no puedes añadirte tú mismo un poco más de fe. No la administras tú.
A mí me gusta la fe de los que han vivido toda la vida y ya no les queda nada por cumplir, de los que no tienen expectativas de éxito, de trabajo, de reconocimiento, de nada. Y se quedan en el gesto amable, la emoción, la seguridad de una presencia, la confianza por encima de todo. Han acumulado sabiduría auténtica, ésa que da el vivir, y sólo se apoya en la confianza. Me gusta la fe de “los que les va mal” y confían.
Jesús ya sabía que ésa era nuestra principal dificultad, por eso decía una y otra vez: “No tengas miedo, cree solamente”.
Es impresionante escuchar los testimonios de aquéllos que no tienen nada, que están marginados, excluidos social y económicamente, y presumen de su ser en Dios, y se saben amados y elegidos.
Hay una mano que nos sostiene amorosamente, dejemos nuestros problemas a quien se interesa infinitamente por nosotros. “Dejad todas vuestras preocupaciones a Dios, porque él se preocupa de vosotros.” (1P 5)
Dar razón de tu fe, decir en qué crees, comunicarlo a los demás, es muy enriquecedor. A veces, sólo cuando lo intentas poner en palabras, te enteras realmente del alcance de tu creencia en tus asuntos cotidianos.
No nos conocemos en profundidad, nos quedan muchos rincones por explorar, por airear.
Con la luz que nos da la fe, entremos en nuestro interior, en nuestras relaciones familiares, en lo que nos encontramos por el camino, para rastrear las huellas de una presencia, de una voz amiga, que nos llama y nos invita a no quedarnos en la superficie de las cosas, a ver su sentido último y a preguntarnos en lo íntimo: ¿Cuál es la finalidad de mi vida?
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