La alegría verdadera es bálsamo
para el corazón y está al servicio de los demás, porque la alegría difunde
alegría, es decir, otros se sirven, o se contagian, de mi alegría al igual que
yo me sirvo de la de otros.
Lo más grande de esa alegría es que
no depende de acontecimientos externos, sino que sale de dentro como un
manantial, brota del sentimiento de la vida como don y como milagro.
Esa honda alegría es posible que
nos lleve toda la vida conseguirla. Se puede decir que se requiere todo un
proceso hasta llegar a la madurez, a desprendernos de apegos dañinos, a valorar
lo que importa y limpiarnos de preocupaciones inútiles. En el camino, muchos
errores y fracasos, logros y cambios de rumbo. Emociones de todo tipo. Todo
aprovecha para la construcción de nuestra persona. Aquella crisis nos hizo
sacar una fuerza que ni sabíamos que teníamos. Esta tristeza nos lleva a
saborear más la posterior alegría.
Suele pasar que estamos a expensas
del humor de los que nos rodean, y así es muy difícil el equilibrio personal.
Por eso, cuando el año acaba revisemos nuestros depósitos de alegría auténtica.
Si tenemos muchas, muchas ganas de agradecerlo todo es muy buena señal.
El ser alegres va unido a la
confianza en que todo va a estar bien, porque en esta tierra divina, todo
trabaja a favor de nosotros a un ritmo acelerado. Descubrir esto nos da una
actitud confiada y nos lleva, paso a paso, a una profunda alegría.
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