Tan solo podemos ofrecer lo que
somos, por eso estará bien ocuparnos de ello con total dedicación, para cuidar
lo que damos a los demás. Si me acojo, puedo acoger. Si me acepto, aceptar.
Lo que nos ocurre por dentro lo
damos al mundo. Y este está necesitado de nuestra mirada compasiva, ya hay
demasiadas historias de sufrimiento y desilusión.
Muchas veces se trata de que
hagamos un trabajo de saneamiento personal, de reparación, para que salgan a la
luz nuestros tesoros interiores y evitar convertirnos en “el enanito gruñón”
del cuento, que es el que más se queja y por tanto al que más atención se le
dedica. Es muy fácil ser gruñón.
El único problema que existe es
que no nos creemos que estamos dentro de una plenitud amorosa, que ya nos ha
aceptado, ya ha dado el visto bueno a nuestra existencia, nos acoge y no nos
juzga, con ternura y compasión inimaginables. Si este amor nos lo creemos,
aunque solo sea un instante, todo se transforma: las mismas circunstancias
pasan a ser vistas de diferente manera.
Nuestra mente todo lo confunde y
lo emborrona porque está pendiente de tener razón y reconocimiento, de alcanzar
éxito. De ahí surgen todas las barreras entre nosotros y los demás.
La certeza personal de ese amor
sin límites, nos hace de blindaje ante todas las batallas de la vida, porque damos
más importancia a lo que realmente importa: esa plenitud a la que pertenecemos,
que nos salva y nos libera, a pesar de nosotros mismos. Da igual que estemos
despistados o dormidos, Dios siempre actúa en el ahora de nuestra vida.
“Hay
que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta
pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias”. (Evangelii Gaudium, nº6).
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