Dice el evangelio de Juan: “Yo soy testigo de la luz”. Hago mías
esas palabras. Doy testimonio de lo más grande que me guía con mano firme,
mueve mi corazón y mi anhelo y me hace adentrarme en ese Reino tantas veces
anunciado.
Cuando pronuncio esas palabras es
el mismo Espíritu el que da testimonio a través de mi persona. De sus grandes riquezas me alimento.
Si amo, no puedo ponerme medallas,
puesto que el mismo Amor ha acampado en mi corazón. Si yo escribo, no tengo
ningún mérito, no soy yo, es el viento del Espíritu que sopla a través de mí. Cuando
tengo sed y hambre de infinito no es porque yo me haya esforzado, eso también
es regalo gratuito. El misterio de tantos corazones amigos, de la belleza en
las miradas, del sentir y admirar, de la armonía.
De todos esos dones doy testimonio.
Son los que dan el sentido a todo, los que dan plenitud y sabor. Por eso, digo
que ser testigo es mi misión en este mundo.
Todo es muy sencillo, cuando lo
quiero ver así, pero también lo puedo complicar. Todo depende de mí. Los
problemas nunca vienen de fuera, siempre de dentro.
Si fuéramos conscientes de esto,
estaríamos bien atentos a la limpieza interior, para no dejarnos enredar por
orgullos encubiertos, susceptibilidades estúpidas, ni rabietas de niño pequeño.
Es una gozada vivir en el cielo, no
lo transformemos en un infierno. Tenemos ayudas infinitas y tenemos la llave
para acceder a ellas: la actitud agradecida en cada momento.
Con esa nueva visión podemos ser
testigos de la paz que se queda con nosotros, cuando no le ponemos obstáculos.
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