Mi yo personal, que es mi ego y mi
tormento, quiere dominar. Quiere que las cosas sean de una determinada manera,
y si no, hay enfados y tensiones. Es un yo endiosado que se cree que tiene la
medida de todo y la razón siempre. Ese yo es el que me hace sufrir.
Sin embargo, ese “yo” no soy
yo. Es más bien como un ladrón que
quiere robar mi yo inmenso, verdadero, amigo del universo y pacificador. Aunque
a veces parece que no exista, de tan amordazado que está.
En los momentos de más serenidad y
sosiego, sale ese yo infinito que no quiere dominar ni estar por encima de
nadie, que comprende y es compasivo. Que usa pocas palabras, pero sí silencios,
y también gestos. Entonces me doy cuenta de que existe, que nunca se ha ido,
que no depende de ninguna circunstancia, de ninguna emoción, no está expuesto a
vaivenes, no entra en el juego de las comparaciones, no crece ni decrece,
sencillamente: es.
No es el ego, no es la mente. Sí es
conciencia y calma. Pero es sobretodo alegría de ser.
Conciencia, calma, alegría. Tan a
mano las tenemos las tres, y tan lejos parece que están porque siempre está
delante ese yo egoísta, al que le hacemos demasiado caso, le hemos dado la vara
de mando y nos lleva a más y más tensión, más y más ceguera.
Dedicaré mi tiempo a recuperar mi yo
verdadero, el que me hace sentir que estoy en casa, que me puedo relajar. El
que me enseña que por debajo de cualquier circunstancia hay un precioso mar en
calma, al que puedo acceder tan solo entrando en mi interior y accediendo a mi
propia paz.
Todas las cosas que me ocurren, mis
batallas de cada día, por muy grandes que parezcan, son pequeñas, breves,
pasajeras. Lo que de verdad importa es que soy hija, o manifestación, de la
perfecta calma y de la alegría, que mi esencia es ser imagen de lo más sagrado,
y que mi lugar es una inimaginable eternidad de amor.
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