Rezar, actuar con bondad y esperar
en Dios. No está nada mal como programa de actuación en cada momento. En
numerosas ocasiones será una actuación oculta y callada, porque rezar no hace
mucho ruido, tampoco esperar y ser bueno. Se oyen más las protestas y las
quejas, si no, miremos de qué están
llenas las noticias.
Sin hacer mucho ruido, esas
acciones están plenas de fecundidad. Nos llevan a aceptar las correcciones que
la vida nos impone, y a aprender de ellas. A mirar lo que es esencial. Y a
esperar confiadamente.
La oración imperfecta, la bondad a
medias, la esperanza mezclada con las dudas, también son bendiciones. Incluso
el amor limitado es una bendición. Si esperamos la perfección en nuestras vidas
es que aún no nos hemos dado cuenta de nuestra intrínseca limitación: somos
frágiles vasijas de barro. Así hemos sido hechos. Aceptarlo es el principio de
la sabiduría.
Los cuerpos y mentes perfectos,
los éxitos seguros, solo existen en la publicidad que nos invade por todos lados.
Rezar, como un compartir alegre y
confiado con Aquel que siempre nos acompaña en nuestro interior, y está en todo
lo que nos sucede. Si este diálogo íntimo es sincero, como consecuencia natural
sale a la luz la mejor versión de nosotros mismos, que está cargada de bondad, porque
actuamos desde la paz interior y la verdad.
El sentimiento de íntima unión con
el Aquel-que-solo-ama, nos cambia la vida, nos pone una sonrisa en el corazón,
y esta se refleja en la cara. Esa unión nos da fuerza y nos regenera internamente.
Es el Reino. Es nuestro Cielo.
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