“Mi causa está en manos
del Señor”, son palabras de Isaías. No sé si me lo acabo de creer. Porque yo
siempre había pensado que mi causa estaba en manos de las circunstancias
externas, que son las que mandan.
Asumir este mensaje del profeta supone para mí una verdadera revolución
personal. Me pone en un plano diferente al que habitualmente me muevo. Si todo
lo mío está en las manos del que es Amor, el Señor, de qué preocuparme, qué
temer, por qué agobiarme. Y, sobre todo, por qué no dar saltos de alegría y
experimentar la gratitud más profunda.
Dice más Isaías en ese salmo 49: “Yo
haré que seas luz de las naciones”. Cualquier sonrisa mía, cualquier gesto
de unión, hace que aumente la paz, que es la luz del mundo.
El amor del Señor es grande, desproporcionado. Tanto, que no me cabe en la
cabeza. Imposible entenderlo. Él lo sabe bien. Por eso me enseña poco a poco,
me da sabiduría traguito a traguito. Él es mi aliado y defensor, y me disculpa
siempre.
Ha llegado la hora en que empiezo a ver en todo a este Padre-Madre
solícito. En cualquier sonrisa de cualquier persona, en la brisa que me
acaricia, en todos los gestos de ternura, en las pequeñas y grandes
casualidades que me abren caminos, en mi misma debilidad, en cualquier
encuentro, en todos mis seres queridos.
Saber que “mi causa está en
sus manos” me tiene que servir para quitar sombras amenazantes y pasar a agradecer
y disfrutar la vida de cada día. Cada jornada mía es un regalo, así lo vivo,
porque ahí me encuentro con él.
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