Me admiro a mí misma. Admiro la capacidad que tenemos todas las personas de
ponernos al servicio, de pensar en los demás.
Veo todos los días gestos de cercanía y de unión, en lo pequeño. Lástima
que no salgan en las noticias, porque merecerían ser contados, con grandes
titulares, con fotos. Pero lo que tiene audiencia es lo macabro y los
asesinatos, por eso nos los narran todos los días.
Esa capacidad de unión alegre y de armonía compasiva la hemos heredado de
nuestro Padre/Madre. Hemos heredado su corazón y eso se nota allá donde vamos.
Todos los seres humanos nos parecemos en lo esencial, tenemos los mismos
rasgos divinos. Todos. Habrá quien esté pensando en excepciones, sin duda las
hay, están provocadas por enfermedades y malos hábitos adquiridos.
La semilla ya está plantada en todos nosotros, ya nos nacen brotes y
nuestras raíces van por el aire, se extienden a lo hondo y a lo alto en busca
de alimento. Y se entrelazan con las de nuestros hermanos. Siempre nuestro
alimento es el cariño, y de esa sustancia nutritiva estamos llenos. Es nuestro
gen divino.
El Amor se derrama de un modo infinito, excesivo, sin medidas y vemos
brotar a nuestro paso las flores de la confianza, la paciencia, la ternura, el
encuentro emocionado, el perdón, la entrega.
En mí, como en todos, está la huella de aquel que me crea y me ama. Cuando
digo que me admiro a mí estoy resaltando esa cálida presencia que me mantiene
en la vida y da color de amistad a todo cuanto toco.
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