Mi mundo interior se podría explicar como una estrecha relación entre dos
seres que son solo uno. Una relación de mutua confianza. Yo plenamente en el
Otro, el Otro plenamente en mí.
Cuando esa buena armonía se da, el mundo tiene sentido y los cielos
descienden a mi altura, pero cuando se rompe la buena relación es como si
rompiese la conexión con la nave nodriza que me alimenta y vago sin rumbo ni
dirección.
Nos podemos convertir en estrellas a la deriva. Porque estrellas ya somos,
ya se nos ha concedido esa grandeza, nadie nos puede arrebatar la luz de la
vida, pero la dirección correcta no siempre la seguimos.
En ese encuentro que sucede en mi interior siempre salgo enriquecida. Es
como ponerle sal a la rutina y chispa a la monotonía. Puedo volar sobre los
acontecimientos y dedicarme a hacer el recuento de las aparentes “casualidades”
que me han traído hasta este momento de gracia, hasta este lugar privilegiado.
Son momentos en los que atrapo el misterio y siento un subidón de alegría
auténtica por el descubrimiento de la Presencia que está en todo y está en mí.
La fe es un regalo y también la fe hay que cuidarla, mimarla, dejarle un
espacio principal en nuestra vida y dejarle que ilumine todos nuestros actos.
Darle una atención y un tiempo de reflexión. Porque junto con la vida es el
mayor don en este paseo nuestro por la galaxia.
Por eso, cuidaré la luz que brota en mí, la que me alumbra el camino y me
une a los demás. Sentiré fuertemente esa unión y abriré mis brazos a todas las otras
estrellas, para que no vayamos perdidas por el universo sino que encontremos el
sentido en el amor.
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