No somos originales. A lo largo de la historia todo se repite, no hay nada
nuevo. Siempre son tiempos difíciles, y siempre nos inunda la gracia. Siempre
estamos batallando en mil conflictos y siempre nos nace la esperanza. Dickens
comienza uno de sus libros diciendo: “Era
el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y la de la tontería,
la época de la fe y la época de la incredulidad; la estación de la luz y la de
las tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la
desesperación.”
Cuántas veces cuando leemos un texto de épocas anteriores pensamos que se
podría decir lo mismo de este tiempo que nos toca vivir.
El corazón de los pequeños seres humanos nace asombrado, buscador y, en
gran medida, asustado. Todo es demasiado grande y no nos cabe en nuestro
limitado entendimiento. Se nos escapa el sentido de todo, y entonces le
llamamos misterio. También se nos
embota la mente y nos erigimos en pequeños dioses sabiondos, dictando normas
rígidas y condenando a los que no opinan como nosotros.
Todo está vivido ya, todo está repetido. Como si todos los seres que han
pasado por el planeta fuesen un solo ser; todas las alegrías, una sola alegría;
todas las angustias, una sola angustia.
Desde esta perspectiva, me nace una sonrisa y un suspiro de alivio. Dónde
quedan mis temores y mis preocupaciones: se los lleva el sabio viento que todo
lo barre y todo lo pone en su sitio, sin que yo tenga que hacer nada.
Ese viento me ha levantado de la tierra, me ha dado un pequeño espacio para
contemplar y admirar, me ha dicho sin palabras: adelante, yo te amo, estás en mí. Y sin más ceremonias, me he
convertido en enviada del mismo Amor, en su misma encarnación. Demasiado grande
para entenderlo.
Solo cabe la oración del abandono de Ch. de Foucauld: “Padre, me abandono a ti,
haz de mí lo que quieras,
lo que hagas de mí te lo
agradezco.
Estoy dispuesto a todo, lo
acepto todo,
con tal que tu voluntad se
cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más Padre.”
No deseo nada más.
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