Se habla mucho de misericordia, o
lo que es lo mismo, de tener un corazón compasivo. Estamos en el Año de la
Misericordia, propuesto por el Papa.
Se habla de ello como si tener
compasión por el hermano fuera algo extraordinario.
Deberíamos mirarlo al revés: lo
normal es ser misericordioso, no puede ser de otra manera, porque ya hemos
nacido con ese gen divino que nos lleva a estar cerca del necesitado y consolar
al que sufre. “A su imagen y semejanza”.
Hemos sobrevalorado el hecho de
ser misericordiosos, cuando es lo justo y necesario que tenemos que hacer, es la
faena nuestra de cada día.
Hay quien se fijará en las
cantidades y dirá que eso muchos no lo hacen. Pero no hemos de mirar las
estadísticas sino lo que es natural en el ser humano. En la parábola del Buen
Samaritano, se paró a ayudar uno, dos pasaron de largo. Aún así, lo humano es
ayudar aunque ese hecho esté en desventaja estadística.
Nuestros días están llenos de
actos de misericordia incorporados a lo más cotidiano. Es nuestra obligación
colaborar con nuestra hermana tierra a todos los niveles. Como dice la
Encíclica “Laudato Si”: “Son inseparables la preocupación por la naturaleza, la
justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior.” (10)
No le demos una importancia
excesiva a lo que tan solo es nuestro deber.
Cumplir con nuestra obligación de
ayudar es muy gratificante porque siempre en ese intercambio amoroso recibimos
mucho más que damos.
“Laudato si, oh mi Signore” (te
alabo) por esa semilla depositada en nosotros que nos hace experimentar el
encuentro misericordioso y el amor generoso de los que nos rodean.
Ternura, amor, misericordia, son distintas
expresiones para decir lo mismo: Dios.
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