Gastarse y desgastarse para
sentirnos vivos, para utilizar nuestro tiempo-espacio-energía al servicio de
los que están con nosotros, también de nosotros mismos. Todo lo que se hace a
favor de otros le beneficia a uno mismo.
Si no nos gastamos por los demás
algo se queda por estrenar: nuestro corazón más compasivo y humano.
Ese desgastarse, como es natural,
lleva aparejadas roturas, lágrimas, golpes y asuntos incómodos. Porque cuando
uno se entrega en el campo de batalla del servicio y del amor, puede ocurrir de
todo: desde la alegría al sufrimiento.
“El corazón más hermoso”, dice un
relato que está en internet, no es el que está intacto, es el que tiene
remiendos, desperfectos, trozos mal ensamblados, esto es: un corazón que ha
dado mucho y ha recibido mucho, No siempre es ese un intercambio equilibrado y perfecto,
puede dejar cicatrices.
Es un corazón que se consigue al
final de toda una vida de gastarlo, de servir, salir fuera de uno mismo, dar apoyo
y animar. Se trata de ser alfombra para que otros la usen y se realicen.
Para ello abandonar nuestro
egocentrismo: yo, yo y yo. Y ponernos a escuchar al hermano necesitado. Sin
juicios ni condenas. Sin avasallar con nuestra opinión, sin ponernos en primer
lugar, sin querer figurar. Tan solo vivir para todos: gastarnos.
Y no unirnos al carro de las
quejas, que están tan de moda, quizá lo han estado siempre. Cuando nos quejamos
estamos buscando ser centro de atención, centro de todo.
El amor que llevamos en depósito
es para darlo, si no se da se pierde. Es un regalo para gastarlo, y
misteriosamente, cuanto más se da, más se recibe.
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