Si no me gusta lo que cosecho,
algo tendré que cambiar de lo que estoy sembrando. Todo está en mí, la buena y
la mala semilla.
Si quiero obtener armonía y paz,
tendré que cultivar la serenidad, el perdón, el encuentro amistoso, el desapego,
el buen humor. Es decir, lo contrario del egoísmo, el orgullo, la envidia, la
ira.
La siembra no siempre da fruto al
instante, puede tardar años en crecer esa florecilla que tanto deseábamos, pero
el fruto siempre sale. Incluso salen semillas que no las hemos plantado
nosotros pero tenemos el terreno abonado para recogerlas y saborearlas.
Por eso tenemos tanto que
agradecer, porque un viento divino y misterioso esparce las semillas de bondad
a lo largo de todos los tiempos, dentro de todos los espacios. Una sonrisa
plantada en una tierra puede dar su fruto en la otra parte del mundo o en el
siguiente siglo.
Las buenas energías se propagan
sin que nada las detenga. Nuestra misión es estar abiertos a todo lo bueno que
el aire nos trae, atentos a los detalles de ternura que recibimos, a la caricia
de la vida en nuestro corazón. Y para eso tenemos que estar situados en el
sagrado presente: ahora es la única realidad, todo lo que puedo pensar del
futuro son elucubraciones e irrealidades.
Todas las buenas semillas las
tenemos a nuestra disposición en este momento. Hay muchas acciones en las que
participamos: sembrar, agradecer, abrir puertas, escuchar, curar, cosechar.
Todas conjugadas en presente, ahora siembro, ahora agradezco...
Ahora abro mi puerta, que es mi
vida tal como se me presenta, al misterio que me acoge y me va regalando
semillas encendidas que me quitan lastres y ataduras y me dan libertad para
amar, siempre y en cualquier circunstancia.
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