“Manteneos
limpios los que transportáis los utensilios del Señor, él os protegerá por
todas partes”. (Isaías 52, 11).
Todos transportamos los utensilios del
Señor, todos viajamos con lo más sagrado en nuestra intimidad.
Se nos hace una recomendación para que
nos demos cuenta de su protección: “manteneos
limpios”. Y todos sabemos perfectamente cómo se hace eso, porque se nos ha
dotado de una conciencia que nos dice cuándo van las cosas enderezadas y cuándo
van por mal camino.
Al igual que hacemos con el aseo y el
orden de los espacios donde vivimos, tenemos que hacer un trabajo constante
sobre nosotros mismos para mantener esa limpieza de que se nos habla.
En cualquier momento de nuestra jornada
o al anochecer, traer a nuestra consciencia lo que estamos haciendo, cómo lo
estamos llevando a cabo, si nos conduce a sentirnos bien lo que realizamos o si
debemos cambiar nuestra actitud.
Nuestra limpieza debe ir orientada
siempre a conseguir lo que más nos conviene: la paz y la alegría. Ese es nuestro
horizonte y nuestra única meta.
Solo con un propósito decidido y un
cambio en nuestra actitud ya empezamos a ver que no somos seres abandonados a
nuestra suerte, sino que nuestra búsqueda está dentro del mismo proyecto
amoroso que hay sobre nosotros y que realmente Alguien/Algo nos protege por
todas partes y nos impulsa en nuestra búsqueda.
Y llegados a este punto, aflojamos esas
riendas que siempre queremos llevar bien sujetas, nos relajamos y empezamos a
disfrutar porque nos sabemos guiados y amados. Entonces es cuando todo cambia.
Este es el punto de arranque, de
inflexión, sentir la protección de quien nos ama infinitamente. Ya no somos
nosotros los señores del universo, hay otro Señor, que nos ha buscado un sitio
entre las estrellas, y nos impulsa a vivir y saborear. A servir y a soñar.
Nuestra labor de limpieza debe ser
constante e implacable, no dejar ningún rincón con rencor ni con orgullo. No
dejar hueco para el desprecio ni la envidia. No dejar nuestro corazón en manos
de la amargura que destruye la esperanza. Huir de los prejuicios, y de las
etiquetas con las que quitamos ilusión a la vida. Ser niños en inocencia y en
asombro.
Tocar esas aguas limpias que circulan
por nuestro corazón y no querer probar otra cosa.
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