domingo, 12 de enero de 2014

En la oración


En la oración nos encontramos con nuestro fondo pacífico, con nuestro ser más tierno y enamorado. En la oración somos plenamente nosotros, agradeciendo, dialogando, perdonando, suplicando y callándonos.

En ella no puede haber engaños, no sería tal oración, porque hay verdad y también desgarro, ya que se dialoga a corazón abierto.

La oración atraviesa las rutinas de cada día y las transforma en momentos de encuentro, impregna nuestra materia y la hace sagrada. Es nuestro punto de unión con las estrellas interiores, una ventana abierta al infinito amoroso.

Cada uno de nosotros es capaz de llegar hasta un nivel en la oración. Como decía Santa Teresa hay muchas estancias, las moradas, en nuestro interior, de menor a mayor profundidad, todas son importantes, son nuestros pasos en la vida, esos son los pasos auténticos, no los que damos con los pies.

Lo material, es decir lo que vemos con los ojos, lo que andamos con los pies, lo que escuchamos y tocamos, todo eso es muy limitado. Pero la emoción del corazón no tiene límites.

Adentrarse en ese terreno es nuestra meta, para eso hemos sido creados. Y no pensemos que es tan difícil porque tenemos ayudas, unas energías que nos envían mensajes sin voz y nos atraen sin remedio. Su fuerza es mayor que la de la gravedad y tarde o temprano nos sentimos llamados y asombrados ante el misterio.

O sea que no nos hace falta ser supermanes, solo hay que tener paciencia y aguardar con el corazón confiado y con total humildad.

Somos diminutas luces en un universo de amor, créetelo.

La luz no es nuestra, sino que nos atraviesa y a través de nosotros lo ilumina todo. Somos depositarios de esa luz, cuencos luminosos, privilegiados.

En la oración nos comunicamos con esa energía, en lenguaje humano, porque no tenemos otro, y saboreamos ese encuentro que se nos regala.

Y después de saborearlo, de modo natural queremos compartirlo con otros, como el que ha hecho una buena comida y está deseando contárselo a alguien.

Eso es lo que estoy yo haciendo, compartirlo. Aconsejar a quien me escuche que se anime a rezar, o meditar, o entrar en sí mismo, y animarle a dialogar con lo más profundo que habita en él.

Que no haga problema sobre el qué decir, o el cómo, únicamente que siga el impulso de su corazón ilusionado. Y que confíe en quien le ha llamado a la oración.

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