En la oración nos
encontramos con nuestro fondo pacífico, con nuestro ser más tierno y enamorado.
En la oración somos plenamente nosotros, agradeciendo, dialogando, perdonando,
suplicando y callándonos.
En ella no puede
haber engaños, no sería tal oración, porque hay verdad y también desgarro, ya
que se dialoga a corazón abierto.
La oración atraviesa
las rutinas de cada día y las transforma en momentos de encuentro, impregna
nuestra materia y la hace sagrada. Es nuestro punto de unión con las estrellas
interiores, una ventana abierta al infinito amoroso.
Cada uno de nosotros
es capaz de llegar hasta un nivel en la oración. Como decía Santa Teresa hay
muchas estancias, las moradas, en nuestro interior, de menor a mayor
profundidad, todas son importantes, son nuestros pasos en la vida, esos son los
pasos auténticos, no los que damos con los pies.
Lo material, es decir
lo que vemos con los ojos, lo que andamos con los pies, lo que escuchamos y
tocamos, todo eso es muy limitado. Pero la emoción del corazón no tiene
límites.
Adentrarse en ese
terreno es nuestra meta, para eso hemos sido creados. Y no pensemos que es tan
difícil porque tenemos ayudas, unas energías que nos envían mensajes sin voz y
nos atraen sin remedio. Su fuerza es mayor que la de la gravedad y tarde o
temprano nos sentimos llamados y asombrados ante el misterio.
O sea que no nos hace
falta ser supermanes, solo hay que tener paciencia y aguardar con el corazón
confiado y con total humildad.
Somos diminutas luces
en un universo de amor, créetelo.
La luz no es nuestra,
sino que nos atraviesa y a través de nosotros lo ilumina todo. Somos
depositarios de esa luz, cuencos luminosos, privilegiados.
En la oración nos
comunicamos con esa energía, en lenguaje humano, porque no tenemos otro, y
saboreamos ese encuentro que se nos regala.
Y después de
saborearlo, de modo natural queremos compartirlo con otros, como el que ha
hecho una buena comida y está deseando contárselo a alguien.
Eso es lo que estoy
yo haciendo, compartirlo. Aconsejar a quien me escuche que se anime a rezar, o
meditar, o entrar en sí mismo, y animarle a dialogar con lo más profundo que
habita en él.
Que no haga problema
sobre el qué decir, o el cómo, únicamente que siga el impulso de su corazón
ilusionado. Y que confíe en quien le ha llamado a la oración.
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