El Señor es mi pastor, nada me falta, me
conduce hacia la fuente del agua que da la vida, me cuida y protege. Día tras
día repara mis fuerzas, me empapa de su gracia, penetra en mi materia, me
sostiene y bendice mis acciones, porque me quiere.
Cuando le doy mi mano, me hace ser
consciente del lugar que me ha concedido en la creación, y me hace recostar en las
praderas infinitas de su corazón enamorado. Eso me salva de todos los peligros,
me quita todos los miedos.
Él me guía. En las alegrías y las
tristezas, en las dificultades y en los días soleados, en las horas bajas, en
los éxitos, en mi día a día de luces y sombras. Cuando siento su vara y su
cayado que me conducen a través de la oscuridad de la vida, mi latido se vuelve
tranquilo y confiado, y nada temo, porque solo saber que él está al mando me
llena de confianza.
Prepara una mesa para mí, un banquete de
armonía y unión, una fiesta, para celebrar la victoria sobre esos enemigos que
me amenazan por dentro: la desconfianza, la autosuficiencia, el orgullo, el
rencor, también la indiferencia.
Para ello derrama sobre mí instantes
perfumados de belleza infinita, abrazos hondos y gestos emocionados que saben a
cielo.
Mi corazón rebosa de vida, tan lleno
está que se me van saliendo por los poros gotas de esa esencia preciosa y
mágica que es mi motor y es la energía que todo lo mueve, todo lo impulsa y lo
sostiene en su bondad. Y con esas gotas contagio al mundo, creo lazos de
compasión y afecto, necesarios para sentirnos personas de verdad.
Todos los días de mi vida me acompaña, y
me dice que me ama, por eso gritaré: ¡vivo y viviré por siempre en su amor!
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