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“En general, la personas ordinarias aceptan la vida eterna fácilmente. Pero en la práctica observo una resistencia a adoptar con naturalidad la convicción de que los que murieron viven. Raramente hablamos con ellos, o les recordamos.
Aunque inacabado, soy afortunado por tener un gran retrato al óleo de mi madre, que en paz descansa. Estoy seguro de que ella vive y oye mis palabras cuando le hablo. Su retrato está en el pasillo de casa, y a menudo cuando paso por allí me detengo unos instantes a observarla y me dirijo a ella directamente con palabras. Las conversaciones con mi madre son muy entrañables. Ella no habla a mis ojos que están en el estadio de tierra. Pero yo sé cómo piensa no hace falta que me hable.
Estos diálogos o monólogos dan ocasión a expresar momentos de desolación o de felicidad, instantes en que nuestras palabras van cargadas de confianza, amor e intimidad.
Algo semejante me ocurre con el recuerdo de amigos que siempre leales nos ayudaron a afrontar las adversidades por la causa que nos unía. He decidido hablarles más a menudo para decirles que aún estoy andando por aquí, y que me gustaría tenerles a mi lado para asegurarme el éxito en mis empresas.
Quisiera que habláramos de vez en cuando con los vivos que murieron pero que están presentes en otro nivel de vida y del mundo. Tengo la impresión de que ellos nos escuchan y están muy contentos de que los recordemos.
Todos nuestros muertos ¡viven!; Jesús ¡vive!; María ¡vive!; San José ¡vive!; Buda ¡vive! ¡Todo el mundo vive!”
(Vicente Ferrer, 1920- 2009)
Suscribo total y gozosamente las palabras de Vicente Ferrer, porque las experimento día tras día.
Mi marido, Fernando Cardona Pérez, ¡vive!, yo hablo y le cuento todo, como antes, estoy siempre feliz en su compañía y sé lo que me contesta, porque yo sé cómo piensa, no hace falta que me hable.
Aunque inacabado, soy afortunado por tener un gran retrato al óleo de mi madre, que en paz descansa. Estoy seguro de que ella vive y oye mis palabras cuando le hablo. Su retrato está en el pasillo de casa, y a menudo cuando paso por allí me detengo unos instantes a observarla y me dirijo a ella directamente con palabras. Las conversaciones con mi madre son muy entrañables. Ella no habla a mis ojos que están en el estadio de tierra. Pero yo sé cómo piensa no hace falta que me hable.
Estos diálogos o monólogos dan ocasión a expresar momentos de desolación o de felicidad, instantes en que nuestras palabras van cargadas de confianza, amor e intimidad.
Algo semejante me ocurre con el recuerdo de amigos que siempre leales nos ayudaron a afrontar las adversidades por la causa que nos unía. He decidido hablarles más a menudo para decirles que aún estoy andando por aquí, y que me gustaría tenerles a mi lado para asegurarme el éxito en mis empresas.
Quisiera que habláramos de vez en cuando con los vivos que murieron pero que están presentes en otro nivel de vida y del mundo. Tengo la impresión de que ellos nos escuchan y están muy contentos de que los recordemos.
Todos nuestros muertos ¡viven!; Jesús ¡vive!; María ¡vive!; San José ¡vive!; Buda ¡vive! ¡Todo el mundo vive!”
(Vicente Ferrer, 1920- 2009)
Suscribo total y gozosamente las palabras de Vicente Ferrer, porque las experimento día tras día.
Mi marido, Fernando Cardona Pérez, ¡vive!, yo hablo y le cuento todo, como antes, estoy siempre feliz en su compañía y sé lo que me contesta, porque yo sé cómo piensa, no hace falta que me hable.
1 comentario:
Yo a veces también me sorprendo hablándoles...
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