La lectura de la Palabra de Dios siempre, siempre, sienta bien. Es alimento y es guía para nuestros pasos.
Si esa lectura la hacemos en grupo, es muy enriquecedora. Nos damos cuenta
que desde posturas aparentemente muy diferentes, todos buscamos lo mismo:
calmar la sed de nuestras entrañas. Asombrosamente, es una sed que aumenta
cuanto más la saciamos. Todos partimos de la misma inseguridad, las mismas
preguntas, los mismos miedos.
Los testimonios de cada uno, que brotan tras la escucha de la Palabra, son
perlas en el camino, que hablan de caminantes ciegos y esperanzados, de luchas,
victorias y rendiciones. También hablan de un encuentro íntimo y personal, y
con solo escucharlo, contagia fuerzas y enriquece.
Es el lugar más apropiado para desnudarse
como no se hace en ningún otro sitio, por eso es curativo, porque se pone lo más
hondo de la persona al descubierto.
También donde puedes hablar de ti mismo, o de Dios, que lo mismo es. Donde
sacas a la luz una dimensión y unas vivencias que no sueles expresar en otros
encuentros de grupo.
La lectura de la Palabra en grupo tiene el poder de hacernos mirar la trascendencia
de nuestra vida y tomar conciencia del lugar donde estamos situados. Y todo
eso, estando acompañados por otros que son como nosotros. Necesitamos
encuentros de este tipo, los aconsejo a todo el mundo.
Son ocasiones privilegiadas para ver llegar al que trae buenas noticias, al que anuncia la liberación (Is 52,7).
La Palabra, que es el Ser divino, nos sienta bien, porque en ella existimos
y soñamos.
Somos sus hijos, salimos de sus labios y de su corazón.
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